Así maté a Pablo Escobar.




                                      PRESENTACIÓN


La fotografía que muestra al entonces mayor de la Policía Hugo Aguilar al lado
del cuerpo inerte de Pablo Escobar se convirtió en ícono del día en que el Estado
le ganó por fin la guerra al terrorismo del cartel de Medellín.
Era el dos de diciembre de 1993 y el oficial, que entonces se desempeñaba
como jefe de inteligencia del Bloque de Búsqueda en Medellín, se batió a tiros
con el capo, que quedó tendido sobre el tejado de una casa.
Desde entonces, la muerte de Escobar y los hechos que antecedieron a su
localización también se han convertido en un mito. Por cuenta de la fascinación
que produce el episodio, numerosas personas han recreado la historia y
publicado libros que apuntan a contar cómo sucedieron aquellos momentos.
Lo cierto es que a lo largo de estos veintidós años han surgido numerosas
versiones alrededor de la muerte del jefe del cartel de Medellín, que han
contribuido a generar un manto de duda sobre la verdad de lo que ocurrió ese
día.
Juan Pablo Escobar, el hijo del capo, sostuvo en su libro
Pablo Escobar, mi
padre,
que este se suicidó con un tiro en el oído cuando se vio perdido; el
extraditado exjefe paramilitar Diego Murillo Bejarano, alias ‘Don Berna’,
aseguró en otro texto que la bala que mató a Escobar provino de un arma
disparada por su hermano; William Rodríguez, hijo de Miguel Rodríguez
Orejuela, reveló en su libro
No elegí ser el hijo del cartel,
que su padre y su tío
Gilberto, jefes del cartel de Cali, dirigieron la operación que culminó con la
muerte de Escobar y que le dieron una jugosa bonificación al Bloque de
Búsqueda.
Pero también han surgido múltiples versiones sobre la manera como fue
ubicado Escobar. El asesinado exjefe paramilitar, Carlos Castaño, aseguró varias.

veces que él fue quien llegó primero al lugar donde se ocultaba el capo y que
cuando este había muerto le informó al Bloque de Búsqueda para que se hiciera
presente. Castaño también contó en su momento que los equipos electrónicos
utilizados para monitorear las comunicaciones de Escobar fueron adquiridos por
el cartel de Cali.
Por todo esto, es más que pertinente conocer otra versión de la historia. La del
otro lado de la mesa, es decir, la del lado de la institucionalidad, representada
entonces por el mayor Aguilar. A lo largo de estas dos décadas el ahora exoficial
ha contado algunos detalles de los meses, semanas y días que antecedieron al
golpe final a Escobar. También había hecho relatos aislados de aquel dos de
diciembre de 1993, cuando el capo fue detectado hablando por teléfono en la
casa donde habría de morir.
Así maté a Pablo Escobar
intenta contar la historia completa, a partir de las
experiencias que Aguilar vivió desde el instante en que el gobierno de César
Gaviria le encomendó integrar el Bloque de Búsqueda, que se encargaría de

perseguir al capo y su maquinaria de guerra.


                                         CAPÍTULO 1
                                 Hablando con Pablo


En la noche del 24 de julio de 1992, acababa de llegar a mi apartamento en
Buenos Aires, Argentina, cuando entró una llamada. Era mi general Miguel
Antonio Gómez Padilla, director de la Policía, quien dijo que el presidente César
Gaviria quería hablar urgentemente conmigo. Segundos después el mandatario
saludó cordial pero se notaba muy agitado.
—Mayor, buenas noches. Lo necesitamos en Medellín. Usted sabe que se nos
fugó este bandido. Usted tiene toda la experiencia. Confiamos en ustedes.
—Como usted disponga, señor Presidente.
Tras la corta conversación con el presidente Gaviria, hablé de nuevo con mi
general Gómez y le pedí que me permitiera terminar el curso de criminalística
que tomaba desde hacía ya casi un año con el mayor Danilo González —mi
antiguo compañero en el Bloque de Búsqueda— en el Instituto Universitario de
la Policía Federal Argentina. Le expliqué que faltaban escasos cinco meses y me
comprometí a regresar una vez culminaran las clases y recibiéramos el diploma
de grado. Mi general aceptó y acordamos que nos presentaríamos en su oficina
en los primeros días de septiembre.
Danilo y yo habíamos viajado a Argentina en julio de 1991, semanas después
del sometimiento a la Justicia de Pablo Escobar y sus principales lugartenientes.
Nuestra salida de Medellín estuvo acompañada de una orden del alto mando de
disminuir las actividades del Bloque de Búsqueda.
Un buen número de oficiales regresó a la sede de la Dijín en Bogotá y a otras
unidades de inteligencia de la Policía, pero lejos de Medellín, es decir, lejos de
Pablo. La decisión cobijó a los coroneles Castro, Gantiba, Murcia y Martínez; a
los mayores González y Aguilar (yo) y a los capitanes Santoyo, Pinzón, Rincón,
Restrepo y Guatibonza, entre otros.
A partir de febrero de 1991, el Bloque de Búsqueda quedó al mando de los
coroneles Pinzón y Murcia y los mayores Riaño y Rodríguez. Su misión, según
me dijeron, era hacer inteligencia pero no realizar operaciones.
La verdad es que la fuga de Escobar no nos tomó por sorpresa porque nunca
perdimos contacto con los oficiales de inteligencia en Medellín y con nuestros
enlaces en la DEA, que nos mantenían al tanto de la manera como Escobar
dominaba a su antojo la cárcel de La Catedral, así como de los planes de fuga
que tenía previstos si lo atacaba el cartel de Cali o el gobierno disponía
trasladarlo a otro lugar.
Con Danilo coincidimos en que esta vez la cacería de Escobar sería más
violenta que antes y el que instinto criminal del capo habría empeorado porque
había tenido cerca de un año para refinar sus métodos y prepararse para
enfrentarnos con su ejército de sicarios. También estábamos al tanto de que
Escobar había vuelto a traficar y que manejaba varias rutas exitosas que le
producían millones y millones de dólares en ingresos. De igual manera, teníamos
claro que la cacería empezaría desde cero porque si bien es cierto el Bloque de
Búsqueda estaba activo, los oficiales y suboficiales que lo integraban en ese
momento no tenían contactos, ni redes de informantes ni información suficiente
para reiniciar la persecución de Escobar y de su aparato criminal.
Una vez llegamos a Bogotá en la fecha acordada, segunda semana de enero de
1993, nos reunimos con mi general Gómez Padilla, quien nos explicó que el
apartamento que compartiríamos con Danilo González y con el también mayor
Julio Rodríguez Huerta en la Escuela de Policía Carlos Holguín de Medellín era
blindado, pero se hacía prioritario extremar las medidas de seguridad para
proteger a nuestras familias, que podrían ser blanco fácil de los sicarios de
Escobar.
Antes de viajar a la capital de Antioquia nos reunimos con el ministro de
Defensa, Rafael Pardo y con los generales Octavio Vargas Silva y Hernán José
Guzmán, quienes desde la Policía y el Ejército comandaban el Bloque de
Búsqueda. En una charla de más de dos horas acordamos que la Fiscalía, la
Procuraduría y la Defensoría del Pueblo enviarían de nuevo a Medellín a los
funcionarios que trasladaron después de que Escobar se entregó. En adelante en
todas las operaciones habría un delegado de estas instituciones.
Mientras esperábamos el regreso de mi coronel Martínez Poveda desde
Madrid —lo que ocurrió en diciembre de 1992—, estudiamos a fondo la manera
como habíamos enfrentado a Escobar en la primera etapa de la guerra, es decir,
antes de su sometimiento a la justicia, y concluimos que era necesario darle un
drástico viraje a esta segunda etapa porque se habían cometido muchos errores.
Aunque es cierto que la persecución llevó a Escobar a buscar la manera de
entregarse y para ello apeló a los métodos más violentos, con los que logró
arrodillar al Estado, la primera etapa de la búsqueda del capo tuvo un excesivo
enfoque militar y nos concentramos demasiado en golpear su aparato sicarial y
en decomisarle armas y explosivos. Pero siempre llegábamos tarde y Pablo
lograba escapar porque los altos mandos y el Gobierno se apresuraban a ordenar
operaciones masivas que incluían la movilización de centenares de hombres,
vehículos y helicópteros. El enorme despliegue siempre le avisaba con
anticipación nuestros movimientos, sumado a que él nos tenía totalme.


infiltrados porque desde adentro le informaban de nuestros desplazamientos y
operaciones encubiertas. Era inalcanzable. Además, a Escobar no le importaba si
en una confrontación perdía diez o veinte de sus hombres porque los podía
reemplazar muy fácilmente. Él les pagaba muy bien las ‘vueltas’ a sus sicarios y
en las comunas de Medellín se peleaban por entrar a la organización.
Así, lo que se imponía ahora era golpear su aparato financiero, político,
judicial y de narcotráfico, que recompuso durante el tiempo en que estuvo
recluido en La Catedral.
Con este panorama, en pocas semanas logramos reconstruir la capacidad
operativa y de inteligencia del Bloque de Búsqueda. La DEA nos apoyó con el
avión fantasma, que operaba constantemente en los cielos de Antioquia para
monitorear las comunicaciones, y el alto mando dispuso el regreso a Medellín de
los oficiales que habían estado con nosotros antes de la entrega de Escobar. De
paso, reclutamos nuevos informantes e incrementamos las escuchas sobre los
principales lugartenientes del capo. Estábamos lejos de saber que las decisiones
que estábamos a punto de adoptar eran las correctas y que en menos de un año
Escobar caería y su organización criminal sería desmantelada.
Con el cúmulo de datos que obtuvimos una vez retomamos la búsqueda, no
tardamos en descubrir que inmediatamente después de salir por la parte de atrás
de La Catedral, Escobar se ocultó durante varias semanas en fincas del
Magdalena Medio, donde antaño se movía a sus anchas, pero se había visto
obligado a ocultarse en apartamentos y casas en Medellín y en parcelas pequeñas
alrededor del Valle de Aburrá. Según supimos, se le dificultaba moverse porque
tras ordenar el cruel asesinato dentro de La Catedral de sus antiguos socios,
Fernando Galeano y Gerardo Moncada, el capo logró lo impensable: unir a sus
enemigos.
Muy pronto empezamos a recibir datos concretos que lo ubicaban en el centro
de Medellín, en las comunas, en el barrio Lovaina, en El Poblado y en Envigado,
y de vez en cuando nos reportaban que aparecía en el municipio La Estrella, pero
no en el casco urbano sino en fincas pequeñas alrededor de esa población. Un
lugar preferido por él era el municipio de Copacabana, donde permanecía
acompañado por cinco escoltas y seguido muy de cerca por algunos taxis y
vehículos particulares que hacían las avanzadas de seguridad. Pero el desafío de
Pablo nos sorprendió aún más cuando confirmamos que se disfrazaba de
pordiosero, lustrabotas, mujer y hasta de sacerdote. Pero también se vestía como
travesti y se movía por la avenida Colombia, la zona céntrica de Medellín donde
funcionan decenas de bares y casas repletas de prostitutas. En ocasiones se ponía
uniforme de oficial del Ejército y montaba retenes sorpresivos en la avenida de
Las Palmas, que conduce al aeropuerto de Rionegro. En esas operaciones
relámpago, Escobar y diez hombres disfrazados de militares detenían entre
veinte y treinta vehículos. Un soldado y un policía que cayeron en esas redadas
fueron asesinados. Luego supimos que Escobar se burlaba de nosotros porque
pasaba disfrazado frente a los puestos de control del Bloque de Búsqueda o de
los retenes de la Policía y nadie lo identificaba.
En alguna ocasión él y su mujer, Victoria, hablaron del asunto en una llamada
desde una línea telefónica que le teníamos intervenida.
—¿Qué hubo pues, mijo?
—Hola, mi reinita hermosa.
—Bien, mijo, usted sabe que lo queremos más que a nuestras propias vidas.
—Ustedes saben que son la razón de mi vida.
—Usted se está arriesgando tanto...
—No se preocupe, que esos ‘tombos’ se la pasan es mirándole el culo a las
putas y maricas que hay en la calle y uno les pasa por el lado y ni se dan cuenta.
—Pero, mijo, esa gente es muy sagaz. Esos son boyacos y santandereanos.
—¿Quiénes? ¿Las gonorreas de esos ‘tombos’ (policías)?
—No crea, son expertos y especializados.
—Vea, mija, usted preocúpese por los niños que yo me encargo de ellos; a
Pablo Emilio Escobar Gaviria no le queda nada grande, le gano porque le gano
esta guerra al Estado; a punta de bombas los arrodillo.
—Bueno, mijo, que la virgencita me lo proteja.
La gran capacidad que tenía Escobar para moverse en los cascos urbanos nos
desconcertó porque hasta cierto punto estábamos acostumbrados a buscarlo en su
hacienda Nápoles o en sus refugios en las montañas del Magdalena Medio; pero
oculto en un apartamento o una casa se hacía más difícil detectarlo.
Por esa razón, poco a poco la persecución se concentró en un tema clave: las
comunicaciones, que a la postre serían la perdición de Escobar. Atrás empezaban
a quedar los grandes movimientos de tropas y se imponían la táctica y la
estrategia. El enfoque ahora consistía en detectar los medios a través de los
cuales el delincuente se comunicaba con su familia y con los integrantes de su
organización.
Para hacer más eficiente la localización electrónica del capo montamos una
sala de interceptación telefónica en la sede de la Sijín —inteligencia— en
Medellín y otra en la Escuela Carlos Holguín, sede del Bloque de Búsqueda.
Cada una tenía cinco hombres especializados en monitoreo de llamadas, y a una
de ellas pertenecía el entonces teniente Hugo Martínez —hijo de mi coronel
Martínez Poveda, comandante del Bloque de Búsqueda—, quien meses más
tarde sería el héroe que localizó a Pablo.
Así, tras una paciente labor de inteligencia humana y electrónica supimos que
un operario de las Empresas Públicas de Medellín trabajaba para Escobar y su
tarea consistía en cambiar con mucha frecuencia los números telefónicos de la
esposa y los hijos del capo, así como de sus principales hombres. Sospechamos
de la existencia de un infiltrado porque nuestras operaciones se caían fácilmente,
pues entre dos y tres veces a la semana cambiaba los números de las líneas
telefónicas. Ello no era posible sin tener a alguien dentro de la central telefónica
que le hiciera ‘el favor’.
No fue difícil identificar al operario que trabajaba para Escobar porque
descubrimos que disfrutaba de un nivel de vida superior al que le daba el sueldo
mensual. Y sucedió lo impensable: una vez lo localizamos, lo sobornamos
también. Pablo le pagaba veinte millones de pesos por su colaboración y la DEA
empezó a pagarle treinta. La estrategia fue muy útil porque Escobar nunca supo
que habíamos localizado a su operario de confianza en la empresa de teléfonos
de la ciudad. A partir de ese momento, el técnico nos entregaba los nuevos
números de la familia y de sus hombres y a él le entregaba cualquier número que
pidiera, entre ellos los de mi coronel Martínez, del mayor González y el mío. La
estrategia funcionó a la perfección porque varios de sus secuaces cayeron en
operativos gracias a que nosotros les teníamos interceptadas las líneas
telefónicas que nos entregaba el ‘doble infiltrado’. Sin que se diera cuenta, Pablo
perdió en muy poco tiempo a Juan Carlos Ospina, ‘Enchufe’; Giovanni Granada,
‘la Modelo’; Mario Castaño Molina, ‘Chopo’; y Leonardo Rivera, ‘Leo’, entre
otros.
Sobre este funcionario de la empresa de teléfonos debo decir que una vez cayó
Escobar, la DEA se lo llevó para Estados Unidos, donde hoy vive cómodamente
y gozando del anonimato.
Con todo, el hecho de que Escobar tuviese de primera mano nuestros números
telefónicos no dejó de ser un problema porque empezó a llamar a la Escuela
Carlos Holguín a amenazar y a insultarnos. Y claro, también nos localizaba
fácilmente en el teléfono privado que teníamos en nuestra habitación y que casi
siempre yo contestaba. Las charlas desde luego eran muy desagradables y se
daban en los peores términos. Él sacaba su repertorio y yo no me podía quedar
atrás. Estas son las transcripciones de algunas de esas conversaciones, que casi
siempre se daban entre las doce de la noche y las dos de la madrugada:
—¿Aló?
—¿Quién habla?
—¿A quién necesita?
—Vea, hiena gonorrea, si usted es el mayor Aguilar, le voy a meter un poco de
dinamita por ese culo.
—Y yo le voy a meter un roquetazo, sicópata infeliz.
—Vea, usted es el mayor Aguilar, con ese habladito boyacense... gonorrea,
cuando lo secuestre le voy a quitar uña por uña y los dedos uno a uno.
—Y yo lo voy a castrar y se las haré tragar.
Furioso, colgó el teléfono, pero media hora después volvió a llamar. Esta vez
contestó Danilo González.
—Aló, aló, aló.
—Pase a la hiena Aguilar.
—Espere un momento —respondió Danilo y me dijo que era Escobar.
Pasé al teléfono.
—Vea, mayor Aguilar, usted por qué es tan regalado al Gobierno, busque vivir
bien.
—Vea, criminal, ya lo tengo cerca, sus días están contados.
—Los suyos son los que están contados con esa gonorrea del coronel
Martínez, el general Maza y el general Peláez... todos ustedes son del cartel de
Cali.
—Del cartel de Cali es su madre, hijueputa... a todo marrano le llega su 24.
—Vea, hiena. El 24 le llega es a usted y a todos sus hombres con los ‘chicles’
(bombas) que le voy a meter.
Y volvió a colgar el teléfono.
Días después, Escobar llamó a la sala técnica donde se interceptaban los
teléfonos.
—¿Aló?
—Vea pues, muchachos. Ustedes son unos muertos de hambre, ¡trabajen
conmigo!
—¿Quién habla?
—Pablo Emilio Escobar Gaviria y en pocos segundos va a explotar un carro
bomba con dos mil kilos de dinamita en esa sede de torturas, gonorrea hijueputa.
Volvió a colgar y por supuesto debimos evacuar la escuela Carlos Holguín e
indagar si en efecto la bomba estaba en los alrededores. No había nada allí, pero
por la autopista, en la ruta hacia Bello, desconocidos dejaron abandonados unos
sacos llenos de basura que nos distrajeron porque en otro sector de la ciudad
explotó un carro bomba que dejó varias víctimas y graves destrozos.
Pablo no solo nos llamaba a nosotros, los oficiales de inteligencia. También se
regodeaba intimidando a los generales de la Policía y del Ejército, muchos de los
cuales quedaban paralizados porque les daba mucho miedo hablar con semejante
criminal. A estos altos oficiales Pablo los llamaba a sus oficinas o casas en
Bogotá y los amenazaba con asesinarlos, lo mismo que a sus familias, y luego
colgaba. Él sabía que su voz y sus palabras de grueso calibre sonaban
aterradoras. Los generales Miguel Maza, Octavio Vargas Silva y Hernán José
Guzmán se morían del miedo con las llamadas de Escobar, pero mucho más mi
general Luis Enrique Montenegro, que le tenía pánico. Una verdadera gallina. En
cambio, mi coronel Martínez no se dejaba impresionar por los insultos del capo
y los dos se enfrascaban en charlas cortas pero llenas de amenazas y agravios de
parte y parte.
Fueron muchas las conversaciones que pudimos grabarle a Pablo Escobar
porque el empleado de la empresa de teléfonos le suministraba nuestros
teléfonos. Cuando llamaba podíamos oírlo, pero era muy difícil localizar el lugar
porque él era cuidadoso y no tardaba más de uno o dos minutos hablando y ello
impedía que los equipos de monitoreo nos dieran una ubicación aproximada de
donde se encontraba. No obstante, en un par de ocasiones los expertos lograron
triangular las llamadas y dieron una dirección certera en Medellín, pero nos
llevamos una sorpresa porque cuando salíamos detectamos una llamada desde el
Bloque de Búsqueda en la que un policía alertaba a Escobar sobre el inicio de
una operación en su contra. Una vez más, parecía que el capo se salía con la suya.

                                     CAPÍTULO 2
                                Destino marcado


Una soleada tarde del 4 de febrero de 1974, cuando caminaba en silencio por el
parque principal de Suaita, Santander, me encontré con Uriel Ariza, gerente del
Banco Cafetero en aquella localidad. Él, que tenía una bien ganada fama de
ayudar a los campesinos, debió ver mi cara de preocupación y luego de un corto
saludo me dijo:
—¿Mono, qué hace?
—Nada, señor Ariza, ya terminé el bachillerato y no he podido conseguir
trabajo como profesor y mucho menos estudiar en la universidad porque mis
padres no tienen dinero.
—¿Quiere trabajar en el Banco Cafetero como mensajero?
—Sí, señor, así sea de barrendero... necesito trabajar y ahorrar para entrar a la
universidad.
El encuentro con el señor Ariza fue providencial. Por aquellos días me
encontraba en un callejón sin salida porque en noviembre del año anterior había
terminado el bachillerato en el Instituto Integrado Antonio Nariño de Moniquirá,
Boyacá, a donde me había enviado mi padre desde Suaita porque ese plantel
ofrecía la formación necesaria para ser profesor. Mi expectativa era grande
porque quería ser maestro y de paso estudiar de noche en una universidad.
Pero ni lo uno ni lo otro, porque meses después de haber salido bachiller no
había logrado conseguir empleo debido a que la selección de maestros nuevos se
hacía entre enero y febrero de cada año, pero no me contrataban porque no tenía
palancas en la Gobernación del departamento.
Pese a mi frustración, acepté el empleo en el banco y todos los días me
levantaba a las tres de la madrugada para llevar el balance de la sucursal de
Suaita a la agencia principal del Banco Cafetero en el municipio de Socorro,
Santander. Como me mareaba en el bus, vomitaba tres y cuatro veces en cada
trayecto.
Durante ese tiempo, cerca de un año, ahorré lo que más pude porque seguía
con la idea fija de estudiar Medicina. Había estudiado bachillerato en un colegio
que me formaba como educador e hice el esfuerzo para ejercer, pero en el fondo,
muy en el fondo, quería ser doctor.
No obstante, mi vida habría de cambiar una noche, cuando veía la televisión,
que por aquella época todavía se veía en blanco y negro y salió una propaganda
de la Escuela de Cadetes General Santander, que ofrecía la posibilidad de
hacerse oficial de la Policía Nacional.
Muy interesado, al día siguiente busqué al comandante de la Policía de Suaita
y le pregunté qué sabía de los cursos para oficial. Respondió que no tenía idea
porque él era cabo, es decir, suboficial, y la manera de ingresar a la institución
era diferente. Aun así, me aconsejó viajar a Bogotá a averiguar cómo eran los
trámites. Le hice caso y sin decirle nada a nadie madrugué un sábado y me
escapé para Bogotá. Al mediodía llegué al barrio Muzú, sede de la Escuela
General Santander, y cuando entré a la oficina de incorporación sentí una
inmensa alegría. Pensé que mi futuro estaba en la Policía. Allí me sugirieron que
me presentara en Bucaramanga por aquello de la jurisdicción sobre el municipio
donde yo vivía.
Cumplí todos los requisitos y a mediados de diciembre de 1974 me puse muy
feliz cuando me notificaron que había pasado la convocatoria, a la que nos
habíamos presentado ochenta jóvenes, pero solo aprobamos dos de Suaita, uno
de Girón y otro de Bucaramanga.
Cuando le conté a mi papá que sería oficial de la Policía, se llevó una
tremenda sorpresa y se puso furioso. El viejo tenía motivos porque en la época
de la violencia partidista fue atropellado y golpeado muchas veces por policías
‘chulavitas’ —conservadores— cuando se desplazaba desde nuestra casa en la
vereda Cápita hasta el municipio de Chitaraque, en Boyacá. Para que no lo
mataran, otras tantas veces tuvo que esconderse en una cueva conocida como
‘los pericos’. La violencia era tan inmisericorde que mi padre y mi madre no
tuvieron otra opción que dejar su tierra y buscar un mejor futuro en el vecino
departamento de Santander.
“En mí no va a tener ningún apoyo porque odio a la Policía”, dijo mi padre en
forma despectiva cuando se dio cuenta de que en realidad yo estaba decidido a
entrar a la carrera de las armas.
Lo cierto es que con mi ingreso a la institución policial estaban a punto de
terminar años y años de estrechez y carencias. Nunca olvidaré a Blanca, mi
madre, y a Ciro, mi padre, que trabajaban de sol a sol para poder sostener a sus
nueve hijos. Yo era el quinto. Muchas veces lo acompañé a realizar las faenas del
campo y se notaba resignado con su destino, pero no con el de sus hijos.
—Ya me tocó quedarme en el campo y trabajar como una mula para darles de
comer a ustedes, pero si Dios lo permite quiero que mis hijos sean alguien en la
vida, que estudien —me dijo un día.
Con un enorme esfuerzo, mi padre logró pagarles la carrera en la universidad
a mis hermanos mayores, pero a los últimos nos dio el bachillerato y nos enseñó
a trabajar, con la esperanza de que pudiéramos estudiar de noche en una
universidad.
Mi madre también sufrió la violencia partidista y cada viaje de mi padre se
convertía en una agonía para ella, pues no sabía si había sido masacrado por los
chulavitas. Cuando él estaba ausente, ella nos reunía a los nueve hermanos y nos
decía:
—Lo único que nos queda es que ustedes sean personas de bien, trabajadoras
y honestas.
Finalmente, y luego de una triste despedida de mi familia, salí de mi tierra y el
11 de enero de 1975 ingresé a la Escuela de Cadetes General Santander, en
Bogotá. Los tres primeros días fueron de adaptación, de conocer el reglamento
interno, de comer y dormir bien, pero al cuarto día se acabó la luna de miel: nos
pasaron a la peluquería y a los 380 muchachos que ingresamos esa semana nos
hicieron el famoso corte de pelo conocido como ‘chuler’. Luego nos
uniformaron y como todos éramos muy flacos parecíamos esqueletos con ropa.
El recibimiento en la Policía no pudo ser peor. Ya en la primera semana nos
levantábamos a las cuatro de la mañana a bañarnos con agua helada. Muy pronto
la cabeza empezó a soltar una especie de caspa de aspecto horrible y la cara se
veía quemada por el frío. La vida empezó a hacerse dura y extenuante. Pero
como todo es susceptible de empeorar, cuando empezó en serio la disciplina
debíamos hacer orden cerrado, es decir, marchar, y en minutos se nos ampollaron
los pies. Muchos de mis compañeros lloraban, deseaban irse a sus casas,
desertar. Por supuesto, quienes teníamos origen campesino, como yo, éramos
más fuertes y eso se notaba.
Finalmente y después de cuatro meses, ya estaba adaptado a la disciplina, al
duro régimen y al estudio.
Durante ese tiempo, que parece poco, vivimos historias que jamás
olvidaríamos, como la primera vez que nos tomaron por sorpresa en un
simulacro y creímos que se habían tomado la escuela y los alojamientos. Muchos
de mis compañeros gritaban “me mataron, me mataron”, pero no tenían un solo
rasguño porque nos habían disparado con balas de salva. Aun así, fueron
momentos terribles, de mucho pánico, porque creímos genuinamente que la
guerrilla nos atacaba.
El régimen académico era duro, pero no imposible. Recuerdo la materia de
Medicina Legal, que dictaba el doctor Silva Pilonieta, al que le decían ‘doctor
mortis’. Cuando íbamos a las prácticas en la morgue del Instituto de Medicina
Legal nos ponía a abrir los cadáveres mientras él comía carne asada con arepa.
Era tan cruel la enseñanza que de sesenta compañeros que asistíamos a esa
materia, obligatoria en el pénsum de clases, solo pasamos cinco. A esos 55 los
desacuartelaron, es decir, los mandaron para sus casas. Sentí mucha tristeza por
ellos porque vieron frustradas sus carreras.
Las prácticas para aprender a enfrentar a la guerrilla también fueron muy
duras. Las hicimos en la Escuela de Policía Gabriel González, en Espinal,
Tolima. Esa primera noche nos tocó dormir en la cancha de fútbol y por supuesto
los zancudos se dieron un banquete con muchos de nosotros. Al día siguiente
parecíamos mazorcas y al menos una docena de mis compañeros terminaron en
el hospital.
El día más lindo de todos fue el de la graduación. Es algo maravilloso. El
sueño de ser oficial de la Policía Nacional era ya una realidad. Gracias a Dios lo
logré.
Casi dos años después, el 5 de noviembre de 1976, bajo el cántico del himno
de la compañía General Santander y con la presencia del presidente Alfonso
López Michelsen, me gradué en la promoción o curso 039. Como ya dije,
empezamos 380 muchachos de todo el país, pero solo nos graduamos 88. De
ellos, puedo decir que sobresalimos los oficiales Jorge Barón Leguizamón,
Sergio Novoa Mahecha, Lisandro Junco Espinosa, Danilo González y yo.
Tras la graduación, nos dieron ocho días de permiso y por supuesto viajé de
inmediato a Suaita. Estaba lleno de orgullo porque ya era un oficial de la
República de Colombia que portaba uniforme verde oliva. Por el contrario, mi
padre seguía enojado con la idea de que yo fuera policía, pero ya no había nada
que hacer: su hijo era policía.
De regreso a Bogotá luego del corto receso, el 10 de diciembre me enviaron a
la Décima Primera Estación de Policía en Chapinero, donde debí emplearme a
fondo y aprender sobre la marcha porque en aquella época los ladrones tenían
predilección por las casas de los ricos en el barrio El Chicó. Los patrullajes por
el norte de la ciudad eran muy intensos porque además debía garantizar la
seguridad de las sedes diplomáticas.
Transcurrido el primer año de aventuras y de perseguir asaltantes de todos los
pelambres en la capital, se graduó la primera promoción de auxiliares bachilleres
y me enviaron con cien hombres al departamento de Policía del Magdalena, en
Santa Marta. Inicialmente creí que venía una temporada de playa, brisa y mar,
pero no fue así. Al contrario. Por primera vez me encontré de frente con una
terrible realidad: el narcotráfico. De repente me vi metido de lleno en la bonanza
marimbera, donde no mandaban las autoridades sino los mafiosos de moda:
‘Maracas’, ‘el Gavilán’, ‘los Cárdenas’, ‘los Valdeblánquez’. En las noches y en
la soledad de mi habitación me preguntaba: “¿Qué pasa? ¿Dónde está la
autoridad? ¿Dónde está la Policía? ¿Dónde está el Ejército? ¿Dónde está la
Armada? ¿Dónde está el DAS? Con horror, descubrí que casi toda la Fuerza
Pública en el norte del país había sido sobornada.
Después de pasar por la compañía de auxiliares, por el comando de la Policía
en Pivijay, por el comando del Segundo Distrito de Policía en Fundación, por el
comando del grupo de reacción contra las mafias en Magdalena, ya estaba
capacitado para enfrentar a los delincuentes que se pusieran al frente. Pero
también estaba capacitado para enfrentar a mis propios superiores. Por eso, en
1978 me tocó regresar de nuevo a Bogotá.
Una vez en la capital, me asignaron a la Sijín, es decir, a trabajar en
inteligencia pero enfocada en la ciudad. La oficina quedaba en la calle sexta con
avenida Caracas, donde operaba el famoso grupo Comando Antiextorsión y
Secuestro, CAES, creado para perseguir bandas de secuestradores.
El largo viaje por Colombia me llevó después a Manizales, donde trabajé
primero en la Escuela de Carabineros y luego como edecán de la Gobernación de
Caldas. De ahí me enviaron a combatir a la guerrilla en Carurú, Mapiripán y
Miraflores, en el Guaviare, pero quedé horrorizado porque esa zona de los
Llanos Orientales estaba infestada de cultivos de coca. De norte a sur el país era
invadido por narcotraficantes. Empezaba la convulsionada época de los años
ochenta, que tanta herida habría de dejar en Colombia.
De los Llanos salí trasladado como comandante en la estación de Tolú,
departamento de Sucre. Allí el M-19 recibió por primera vez uno de los golpes
contundentes con el decomiso de un buque lleno de armas. El golfo de
Morrosquillo era atractivo, no solo para los contrabandistas, sino para los
narcotraficantes y traficantes de armas.
De Sucre me enviaron nuevamente a la Escuela de Carabineros en Bogotá,
donde aprobé todos los cursos de preparación para ascender a capitán. Era 1984.
Me formé en contraguerrilla, lancero, granadero, antiexplosivos, carabineros,
operaciones especiales y hasta hice un curso de pistola libre en la Academia
Smith Wesson de Estados Unidos.
Mientras avanzaba mi carrera como oficial, observaba que cada día la
situación de Colombia se tornaba más y más difícil. Las Farc, el ELN y el EPL
seguían creciendo en hombres e influencia en campos y ciudades y el M-19
estaba de moda porque avanzaba en un proceso de negociación con el entonces
presidente Belisario Betancur. Y para avanzar en los diálogos, el Gobierno había
ordenado el despeje de los municipios de Florida y Pradera, en Valle y Miranda,
en Cauca.
Una vez terminé los cursos en la Escuela de Carabineros, fui enviado
justamente a Florida, Pradera y Miranda, con dos grupos de contraguerrillas de
la Policía y un contingente del Ejército, apoyados por tanques de guerra y el
armamento necesario. Sin embargo, en Florida permanecimos confinados cerca
de un mes en un área equivalente a una cuadra. Hasta que un día, agobiado por el
tedio, hablé con un mayor de apellido Yaruru, del Ejército, quien estaba al
mando en ese lugar, y le dije:
—Mi mayor, no es justo que estemos aquí encerrados con tantos hombres y
tantas armas, mientras estos bandidos del M-19 se pasean por los parques.
¿Dónde está la autoridad? Hagamos algo.
Así fue. Hicimos un tiro al aire y se prendió la guerra. En un par de días
recobramos la autoridad de esos tres municipios. Fueron choques armados muy
sangrientos. En Ginebra, Valle, vi que cayeron muchos guerrilleros, pero
también les perdoné la vida a diez y nueve capturados y los llevamos al batallón
del Ejército en Palmira, pero el presidente Betancur ordenó dejarlos en libertad.
Recuerdo que en los combates detuvimos a Carlos Alonso Lucio, pero decidí
soltarlo. Me dio pesar ver a ese muchacho tan joven, vestido de guerrillero y
pensé que era mejor darle la oportunidad de regresar a la vida normal, donde su
familia. Recuerdo que le dije que esa manera de actuar lo llevaría a la cárcel o al
cementerio y le aconsejé que no se fuera convertir en un asesino.
Semanas después pasé al centro del Valle como comandante en Buga, donde
continuó sin parar la guerra contra el M-19, las Farc y el narcotráfico. Me
convertí en un estorbo. Estando allí descubrí que habían surgido los carteles de
la droga, un fenómeno que sería muy grave para el país en los siguientes años.
En esa zona ya se hablaba en voz baja de los carteles de Cali y Norte del Valle.
Así, el capitán Aguilar, yo, me había convertido en una piedra en el zapato de
la propia Policía, que estaba penetrada por las mafias. Mi vida corría peligro y
por eso me trasladaron a un cargo menor en la Escuela General Santander y de
ahí me enviaron a la Embajada de Colombia en Madrid, a estudiar Operaciones
Especiales con la Guardia Civil Española. Como me quedaba algún tiempo libre,
aproveché para ir a la Universidad y me especialicé en Criminología en la
Universidad Complutense.
A mi regreso, después de dos años en los que adquirí gran cantidad de
experiencias y conocimientos, me nombraron en el Comando de Operaciones
Especiales, Copes, en Sibaté, al suroccidente de Cundinamarca. Desde allí dirigí
cientos de operaciones contra el narcotráfico y la guerrilla y empezamos a
prepararnos para la guerra contra otro mal que nacía en Colombia: el
paramilitarismo. En el Copes se entrenaron oficiales de Policía, Ejército,
Armada, Fuerza Aérea y DAS para integrar el famoso Cuerpo Élite, el primer
grupo especializado que enfrentaría al temible cartel de Medellín, encabezado
por Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez, el ‘Mexicano’.
Entre tanto y como consecuencia de los atentados terroristas de la guerrilla y
el narcotráfico, me enviaron a proteger la Escuela de Cadetes General Santander,
alma mater
de la Policía. A finales de 1988, a la Escuela lanzaron tres cohetes
rockets que por fortuna cayeron en los potreros de la parte posterior. Para evitar
más atentados intensificamos los patrullajes, montamos baterías antiaéreas y
desplazamos grupos de inteligencia hacia los barrios situados alrededor.
Allí habría de permanecer muy poco tiempo porque en agosto de 1989 se
produciría el asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán y los altos
mandos me enviarían a la Dijín, el corazón de la inteligencia policial.
En la Dijín habría de empezar una nueva etapa de mi vida como Policía. Venía
la guerra de verdad. Atrás quedaban definitivamente el estudiante, el hijo del
campesino, el mensajero de banco.



                                        CAPÍTULO 3
                         En el Bloque de Búsqueda


La esperanza de Colombia en un futuro mejor sufrió un golpe demoledor en la
noche del 18 de agosto de 1989, cuando el cartel de la droga de Medellín asesinó
al candidato presidencial Luis Carlos Galán.
El país lloró de indignación y nosotros, un puñado de policías aguerridos y
bien preparados, nos llenamos de valentía y le hicimos saber al alto mando de la
institución que estábamos dispuestos a dar la vida para sacar al país de la
encrucijada. La afrenta era aún más dolorosa para la Nación y en particular para
la Policía porque doce horas antes de asesinar a Galán, los sicarios del cartel de
Medellín balearon en total estado de indefensión a mi coronel Waldemar
Franklin Quintero, comandante de la Policía de Antioquia, un hombre combativo
que durante meses enfrentó a Pablo Escobar y a su ejército de criminales, que se
movían a su antojo por las carreteras del departamento.
El desesperado mensaje lo enviamos cuatro mayores de la Policía que
trabajábamos en aquel entonces en diferentes cargos, pero nos unía el ánimo de
pelear contra el desafío que representaba el desmedido poder del narcotráfico.
Así, el mayor Lisando Junco Espinosa, comandante de la Sijín en Medellín; el
mayor Jorge Humberto Rodríguez, director de Talento Humano de la Dirección
General de la Policía; el mayor Danilo González, investigador de la Dijín en
Bogotá, y yo, que laboraba como jefe de seguridad de la Escuela General
Santander, debimos ser muy contundentes en nuestra intención de ayudar porque
un día después nos citaron a una reunión de oficiales en la que nos hicieron saber
que el presidente Virgilio Barco había ordenado sustituir el Cuerpo Élite de la
Policía por un Bloque de Búsqueda al que llegarían integrantes de Policía,
Ejército, Fuerza Aérea, Armada y DAS. Se trataba, nos dijeron, de un cambio de
fondo en la guerra contra el cartel de Medellín.
Ya en el salón donde nos convocaron a dos docenas de oficiales que teníamos
fama de troperos, me llamó la atención que al único que no mandaron a sentar
fue a mí. La respuesta llegó minutos después cuando mi general Miguel Antonio
Gómez Padilla, director de la Policía Nacional, dijo:
—Mayor, usted va para Medellín como jefe de Inteligencia; desde este mismo
instante queda trasladado a la Dijín, Dirección de Inteligencia de la Policía
Nacional, y su misión es dar con el paradero de Pablo Escobar.
—Cómo ordene, mi general. ¿Y lo damos de baja si lo encontramos?
—¿Cómo?
—Perdón, mi general, ¿lo capturamos?
—Aguilar, ojo con el respeto de los derechos humanos.
—Como ordene, mi general.
Ya en la tarde de ese mismo día, me citaron a una reunión secreta en la
dirección de la Escuela General Santander. Mi sorpresa fue grande cuando vi que
en ese lugar estaban los pesos pesados que habían sido designados para cazar a
Escobar y al ‘Mexicano’. Además de mi general Gómez Padilla, en una amplia
mesa se encontraban sentados el general del Ejército, Hernán José Guzmán; el
general de la Policía, Octavio Vargas Silva —comandantes del nuevo Bloque de
Búsqueda—; el coronel Óscar Peláez Carmona, director de la Dijín, y al menos
veinte oficiales de inteligencia de varios departamentos del país. Allí recibimos
instrucciones concretas de cómo iniciar la persecución de los jefes de la mafia y
cómo sería la colaboración entre nosotros y con las agencias de inteligencia de
Estados Unidos.
Poco antes de terminar el crucial encuentro me llené de valor y me dirigí a mi
general Gómez Padilla.
—Mi general, quiero expresarle algo.
—Diga, mayor.
—Es necesario escoger a los hombres de inteligencia; primero, que sean
honestos, aguerridos y que sepan de inteligencia policial y de operaciones
especiales; en segundo lugar, a estos hombres hay que darles una bonificación,
un sobresueldo, que pueden dar la DEA y la CIA; en tercer lugar, que nos den
todos los medios técnicos y físicos necesarios y que nos apoyen las agencias
estadounidenses; y como cuarto y último punto, tenemos que blindarnos jurídica
y disciplinariamente y en derechos humanos, mi general, porque va a ser una
guerra temeraria y sangrienta. Pablo Escobar y ‘el Mexicano’ son unos
monstruos, no tienen piedad con nadie y tienen arrodillado al país.
—¿Cómo así, blindarnos?, indagó mi general.
—Sí, mi general, es necesario que en ese Bloque de Búsqueda haya un fiscal
que nos entregue las órdenes de allanamientos y capturas; también debe haber un
procurador delegado que sea testigo de nuestras actuaciones y, por último, debe
acompañarnos un defensor del pueblo. Este apoyo es clave porque si no nos
pueden asesinar, esos delincuentes van a atacarnos desde el punto de vista
jurídico. Además, todos sabemos que a Escobar y a Rodríguez Gacha los protege
mucha gente: la fuerza pública, un grupo de inteligencia que existe en el
municipio de Envigado, varias columnas guerrilleras y las autodefensas, que
empiezan a florecer en el Magdalena Medio de Antioquia y Boyacá.
—¿Algo más, mayor?
—Que en lo posible el personal que nos asigne sea de Santander y Boyacá, mi
general.
—¡No jodas, mi mayor! ¿La gente de otros departamentos estamos pintados?
—No, mi general, como ordene.
—Bueno, Aguilar, trataremos sus inquietudes con el general Vargas Silva de
la Policía, con el general Guzmán del Ejército y con el coronel Martínez Poveda,
quienes serán los comandantes del Bloque de Búsqueda.
A finales de agosto de 1989 reuní a mi familia y le informé que me iba para
Medellín a enfrentar a Pablo Escobar. Les expliqué los riesgos que implicaba
estar en una ciudad controlada por el capo y por su ejército de sicarios, pero les
aclaré que me iba a cuidar y que ojalá la persecución terminara pronto. Mis hijos
escuchaban en silencio. A Mauricio, Hugo Abel y Ángela les advertí sobre las
medidas de seguridad que deberíamos adoptar en adelante y les pedí entender
que la vida cambiaría drásticamente. En sus rostros se reflejaba una tristeza muy
grande; mi chiquitina Gissela Karina era tan pequeña que no entendía nada y
solo se recostaba sobre mi hombro. Fue una despedida muy triste y casi todos
lloramos. Mi hijo Richard, que por entonces tenía cinco años y al cierre de este
libro estaba culminando su mandato como gobernador de Santander, dijo en
medio de sollozos:
—¡Nos vamos a quedar sin papá! ¿Él te va a matar, retratico?
A Richard, que le encantaba imitarme en todo y por eso me decía ‘retratico’,
le respondí:
—Tranquilo, hijito, soy policía y la patria me necesita allá.
Y replicó:
—Sí, pero dicen que esos señores son muy malos... nosotros te necesitamos
porque estamos muy pequeños.
Lo abracé y se puso a llorar. Luego agregué:
—Tranquilos, que yo estoy viniendo a visitarlos... además, aquí quedan con
varios escoltas, bien protegidos.
A la hora de partir me recogieron en dos carros blindados con media docena
de escoltas y nos dirigimos a la base militar de Catam donde abordé un avión de
la Policía. Una vez en la plataforma del aeropuerto de Rionegro, me esperaba un
helicóptero artillado que me trasladó directo a la Escuela Carlos Holguín en
Medellín, donde me recibió mi coronel Hugo Martínez Poveda. Luego nos
reunimos con los demás integrantes del grupo de inteligencia: los coroneles
Marcos Gantiba, Misael Murcia, Lino Pinzón y Jorge Daniel Castro —quien
llegó a ser director de la Policía— y el mayor Danilo González, entre otros.
—Bienvenido, paisano —dijo sonriente mi coronel Castro—. Usted no sabe lo
que nos va a tocar, esto es muy verraco, aquí no podemos confiar en nadie; este
Medellín está podrido, todo el mundo está cagado de miedo.
Después de una larga reunión de trabajo en la que examinamos la situación y
me presenté ante mis superiores, compañeros y subalternos, me asignaron una
habitación en el casino de oficiales; no puedo negar que sentí miedo porque el
panorama era aterrador. El poder de Pablo Escobar se sentía en el aire. Los
informes de inteligencia no dejaban duda de que el capo controlaba la ciudad y
sus hombres de confianza manejaban gran cantidad de redes de sicarios en las
comunas de la ciudad. Además, con sus millones de dólares en efectivo, Escobar
tenía a su servicio a la clase política, a las autoridades judiciales, y claro, a la
fuerza pública. Él tenía fama de pagar bien los ‘favores’ y era implacable a la
hora de enfrentar a sus enemigos. En esa primera charla tras mi arribo a
Medellín, hablamos del sigilo en el manejo de la información, de los frentes de
trabajo que se encargarían de la búsqueda de Escobar y de las medidas de
seguridad que deberíamos aplicar para sobrevivir en semejante ambiente tan
hostil.
Luego conocí las tres oficinas desde donde el Bloque de Búsqueda
desarrollaría las labores de inteligencia. La primera estaba situada en la sede de
la Sijín en el sector de Laureles. La segunda en el comando de la Policía de
Antioquia, en el norte de Medellín. Y la tercera en el comando de la Policía
Metropolitana, por la avenida Oriental. Todas estaban dotadas con equipos de
intercepción de líneas telefónicas, de escaneo y de triangulación, estos últimos
de origen estadounidense.
También disponíamos de agentes encubiertos que desarrollaban el
denominado Plan Cabina, que consistía en vigilar los teléfonos públicos y
observar quién estaba haciendo llamadas que atrajeran nuestra la atención. Si la
persona parecía sospechosa, la reteníamos para averiguar sus antecedentes e
indagábamos los números que había marcado. Esta estrategia dio resultado en
varias ocasiones porque los hombres de Escobar usaban los teléfonos públicos
para hacer llamadas amenazantes, para reportar movimientos extraños en las
calles y para hacer cobros por secuestros.
No tardé en conocer cómo funcionaban la DEA y la CIA, las agencias de
inteligencia de Estados Unidos que nos ayudarían en la búsqueda de Escobar.
Inicialmente me reuní con Javier Peña, Gary (nunca supe su apellido) y Steve
(tampoco nunca supe su apellido) y otros agentes de la DEA, quienes me
explicaron el papel que cumplían en la operación y me ofrecieron todo su apoyo.
La DEA funcionaba dentro de las instalaciones de la Escuela Carlos Holguín y
disponía de sus propios equipos de intercepción, escaneo y triangulación de
llamadas. El acceso a esa sala estaba restringido para nosotros y con los agentes
de la DEA solo compartíamos información y entrenamiento en allanamiento de
inmuebles, tiro de combate, tiro de asalto y operaciones especiales con
francotiradores. En total, la DEA tenía cerca de treinta hombres destinados a
colaborar conjuntamente con el Bloque de Búsqueda. Eran buenas personas y en
la ciudad siempre se desplazaban con agentes nuestros y en camionetas
blindadas. Recuerdo que vivían en forma normal, sin ostentaciones y les
encantaba la comida típica antioqueña.
Tras la primera charla con Javier, Gary y Steve, quedó claro que en ellos
encontraríamos aliados confiables.
—¡Excelente! —les dije—. Soy de pocas palabras pero intenso y perseverante
en el trabajo; tenemos que tener toda la confianza dentro de la desconfianza;
ustedes son fundamentales en los medios técnicos y en el apoyo para evitar que
Pablo Escobar compre a nuestros hombres; esta será una tarea difícil, larga y
extenuante, pero no imposible.
Y contestaron en inglés, serios pero cordiales.
Yes, count on us.
(Sí, cuente con nosotros).
La CIA actuaba de una manera distinta. Nunca supimos dónde estaba situada
su base de operaciones y los encuentros con sus agentes eran en el hotel
Tequendama en Bogotá o en ciertos sitios de Medellín que prefiero no revelar
por su seguridad. Me llamaba la atención que hablaban lo estrictamente
necesario y eran distantes en el trato. Tampoco tuvimos acceso a los equipos que
usaban para hacer inteligencia pero lo cierto es que los datos que nos daban
siempre fueron valiosos. Ellos nos advirtieron a tiempo que se iban a producir
varios atentados terroristas en Medellín y Bogotá, y los pudimos evitar. Lo más
llamativo era que por petición de ellos mismos los tratábamos como fuentes de
información e incluso ante los altos mandos evitábamos suministrar sus
nombres. Eran en extremo sigilosos. De ahí su éxito en todo el mundo.
Los agentes de la CIA y la DEA tenían una diferencia muy marcada: los
primeros eran gringos puros, de frases cortas, difíciles de abordar desde el punto
de vista personal. Los segundos eran mayoritariamente latinos, dominantes y
hasta prepotentes.
La colaboración estadounidense tenía otro componente, valiosísimo: el avión
fantasma. La aeronave destinada para hacer inteligencia desde las alturas salía
desde Panamá, cumplía sus tareas y pernoctaba en el aeropuerto Guaymaral de
Bogotá. Nunca aterrizó en Medellín. Ese fue el secreto mejor guardado durante
la persecución a Escobar.
Así, el esquema de funcionamiento del Bloque de Búsqueda estaba listo para
empezar. Seríamos mil quinientos hombres de Policía, Ejército, Armada, Fuerza
Aérea y DAS, más cincuenta agentes de inteligencia encubiertos. Aunque la
parte operativa era muy importante, todos sabíamos que la localización de
Escobar sería más fácil por medios técnicos —por la interceptación de sus
comunicaciones mediante el uso de equipos sofisticados— y, en segundo lugar,
por el uso adecuado de informantes.
—Si no hay una buena inteligencia, no es posible capturar a este bandido
porque todo el mundo está con él, todo el mundo lo ayuda —dijo un teniente
recién llegado al grupo.
—Le ayudan por miedo y no todo el mundo está con él, por ejemplo nosotros.
El Bloque de Búsqueda será su principal dolor de cabeza —respondí.


                                           CAPÍTULO 4
                                  La  guerra declarada


coronel Martínez.
Una vez empezamos a manejar la información que teníamos a la mano, me di
cuenta de que era necesario compartimentar la información y solamente
entregarle datos concretos al grupo de trabajo encargado de cada objetivo. De
esta manera intentaría evitar la filtración de información a Escobar, quien ofrecía
pagar entre dos y cinco millones de dólares por conocer anticipadamente las
operaciones del Bloque de Búsqueda.
Con la información obtenida durante las primeras semanas de funcionamiento
del Bloque de Búsqueda, cité a los oficiales bajo mi mando con la idea de hacer
el organigrama de la estructura que rodeaba a Pablo Escobar. Al cabo de doce
horas de arduo trabajo estaba claro que la cúpula del cartel de Medellín estaba
encabezada por Escobar, su hermano Roberto, su primo Gustavo Gaviria,
Gonzalo Rodríguez Gacha, alias ‘el Mexicano’ y los hermanos Fabio, Jorge Luis
y Juan David Ochoa Vásquez.
El segundo nivel estaba integrado por Fidel y Carlos Castaño, Gerardo y
William Moncada, y Fernando y Mario Galeano. Estos últimos jugaban un papel
clave en la estructura financiera del cartel porque estaban encargados del tráfico
de cocaína a Estados Unidos y de proveerle recursos a Escobar. Según habíamos
averiguado, los Galeano eran unas máquinas para producir dinero porque
manejaban rutas del narcotráfico a Estados Unidos muy exitosas.
En el tercer nivel estaban los lugartenientes, los que controlaban el ejército de
sicarios del cartel. Su máximo jefe era John Jairo Arias Tascón, alias ‘Pinina’,
quien manejaba el ala militar. Era un asesino de la peor calaña. Sabíamos que
había afrontado muchos problemas en su niñez y que sobrevivió en medio de la
pobreza y la violencia del barrio Lovaina, cuna de sicarios y uno de los sectores
más peligrosos de Medellín. ‘Pinina’ tenía dieciséis años cuando fue contratado
por Escobar como guardaespalda, pero luego se convirtió en su matón preferido
y lo puso al frente del aparato de guerra que habría de asesinar al ministro de
Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, al gobernador de Antioquia, Antonio Roldán
Betancur, al comandante de la Policía de Antioquia, el coronel Waldemar
Franklin Quintero, al procurador Carlos Mauro Hoyos y al periodista Jorge
Enrique Pulido, entre otros muchos.
A ‘Pinina’ le seguían en importancia los hermanos Dandenis y Brances Muñoz
Mosquera, conocidos con los alias de ‘la Quica’ y ‘Tyson’. Luego Carlos Mario
Alzate, alias ‘Arete’, un terrorista a temer; Carlos Aguilar Gallego, alias
‘Mugre’, el escolta en moto preferido por el capo por su audacia y ausencia de
escrúpulos; Jhon Jairo Posada Valencia, alias ‘Titi’, quien gozaba de la confianza
de Escobar; Otoniel de Jesús González Franco, alias ‘Otto’; Hernán Darío
Henao, alias ‘HH’, el mayor confidente del ‘Patrón’, hermano de su esposa
Victoria Henao; Johnny Rivera Acosta, alias ‘Palomo’, experto francotirador;
Juan Carlos Ospina Álvarez, alias ‘Enchufe’, terrorista experto en activar carros
bomba; y Alfonso León Puerta, alias ‘Angelito’, uno de los últimos en caer
cuando la localización de Escobar era inminente. Desde luego, al lado del
‘Patrón’ permanecía John Jairo Velásquez Vásquez, alias ‘Popeye’, quien se
había ganado la confianza de Escobar porque fumaba marihuana con él. Es un
mitómano por naturaleza, al que solo se le debe creer el veinte por ciento de lo
que dice. Lo demás es mentira.
También detectamos a otro personaje importante en este engranaje criminal:
José Rodolfo Prisco Lopera, cabecilla de ‘los Priscos’, la banda de sicarios más
temeraria que haya podido existir en Colombia. Y aunque era más cercano al
‘Mexicano’, el cartel tenía en su nómina a Jaime Eduardo Rueda Rocha,
exguerrillero, jefe de una poderosa banda de sicarios en el Magdalena Medio.
Fue el autor material del magnicidio de Luis Carlos Galán.
Una vez tuvimos como guía el mapa del cartel de Medellín, ingenuamente
pensamos que si capturábamos a los bandidos que rodeaban a Escobar, a este le
llegaría el fin. Pero estábamos totalmente equivocados porque el capo tenía a su
disposición el ejército más grande de Colombia: los sicarios de las comunas de
Medellín. Era un hormiguero de jóvenes dispuestos a matar si lo ordenaba ‘el
Patrón’.
Con esa realidad sobre la mesa, en las salas de interceptación de
comunicaciones del Bloque de Búsqueda y de la Sijín empezamos a descifrar las
pocas claves que aparecían en las llamadas realizadas a través de radioteléfono,
porque en aquella época el celular no existía.
La primera información que obtuvimos era de no creer: Pablo Escobar
hablaba por radioteléfono con su cuñado ‘HH’ y le decía en clave que iba de
compras al almacén Éxito de la avenida Colombia. Y digo que no creíamos
porque a quién se le ocurre pensar que este criminal, un hombre amante de las
excentricidades, de los lujos, iba a hacer compras a un almacén Éxito.
Casi contra nuestra voluntad montamos el operativo, que estuvo rodeado de
un secreto del que nunca mis superiores se enteraron. Hoy lo revelo.
Recuerdo que salimos veinticinco hombres armados con fusiles R-15, pistolas,
chalecos antibalas y vestidos de civil. Llegamos al parqueadero en cinco
vehículos tipo campero y decidimos dejar los fusiles y los chalecos y entrar al
almacén sin generar sospecha, solo con las pistolas bien escondidas. Oh,
sorpresa. El mismísimo Pablo Escobar caminaba por los pasillos del almacén
con su esposa Victoria y sus hijos Juan Pablo y Manuela. Lo malo era que iban
escoltados por un sinnúmero de hombres armados con R-15 pequeños que
parecían subametralladoras.
Mientras pensaba qué hacer para no causar una mortandad, de pronto me
llamó mi coronel Martínez.
—Rojo dos, adelante.
—Siga, rojo uno —respondí.
—¿Dónde están?
—Estamos en el almacén Éxito... lo tenemos a la vista, pero está muy
escoltado, rojo uno.
—¡Gran güevón, sálganse de ahí ya. ‘Pinina’ va con más de trescientos
hombres y les van a pegar la matada del siglo!
—Como ordene, rojo uno.
Sin dudarlo dos veces, me comuniqué con mis hombres, que usaban pequeños
radioteléfonos y audífono.
—¡Rojos, sálvese el que pueda... se nos vino encima un grupo de sicarios.
Cero carros!
La desbandada fue inmediata y como pudimos salimos a la avenida y subimos
a los taxis que pasaban. Desde la distancia observé cómo llegaban decenas de
hombres armados con fusiles, a bordo de camionetas Dodge 350.
Ya cerca de la Escuela Carlos Holguín llamé a mis muchachos por el canal
privado y nos reunimos antes de entrar. ¿Cómo le íbamos a decir a mi coronel
Martínez que los carros, los fusiles y algunos chalecos antibalas se perdieron,
pues se los robaron los sicarios de Escobar? Tomamos la determinación de no
contarle. Solo hablaríamos de lo que vimos. Nada más.
Llegamos pálidos, muertos del susto. Lo que sucedió nos confirmó que Pablo
Escobar estaba rodeado de un ejército privado, sumamente peligroso y muy bien
armado. La pregunta que surgió fue cómo íbamos a recuperar lo que se perdió,
pero especialmente los fusiles. En medio de la charla, un oficial pidió la palabra
y propuso:
—Mi mayor, sugiero que en cada decomiso de fusiles R-15, miremos los
números de serie y así de pronto logramos recuperar los nuestros. ¿Si
informamos lo que pasó nos retiran de la Policía Nacional?
—Listo, cuadremos con el personal uniformado del Bloque. Y quedémonos
callados porque nos echan.
La estrategia funcionó porque después de un año de guerra logramos
recuperar los fusiles perdidos.
La oleada terrorista anunciada por los Extraditables se inició el 2 de
septiembre de 1989 con el brutal atentado contra la sede del diario
El Espectador
en Bogotá. Empezaba así una nueva etapa de la confrontación, que estaría
marcada por el estallido indiscriminado de carros bomba en Medellín y Bogotá
principalmente, pero también por ataques selectivos contra varios magistrados y
jueces valientes que habían iniciado procesos judiciales contra Escobar.
Desde nuestro cuartel en la Escuela Carlos Holguín, sentíamos que era nuestro
deber arreciar las operaciones de inteligencia. Nuestro trabajo era intenso y
agotador. Debo reconocer que enfrentar a Pablo Escobar daba miedo. Al
comienzo le hacíamos mucho caso a las llamadas de la gente, que aseguraba
haberlo visto en uno u otro sitio. Entonces nos tocaba ocupar barrios enteros o
amplias zonas rurales con miles de hombres. Pero casi siempre eran operaciones
fallidas porque el despliegue alertaba cualquier movimiento nuestro a varios
kilómetros a la distancia. También nos movíamos en masa dependiendo de la
señalización que arrojaba el escáner cuando el capo hablaba por radioteléfono.
Igual, nos tomábamos esos sitios y los revisábamos en forma minuciosa, pero el
fracaso era total. Y como si fuera poco, Escobar no solo no aparecía nunca sino
que dejaba explosivos y carros bomba que obligaban a los escuadrones
antiexplosivos a multiplicarse para protegernos. Con todo, en el Bloque de
Búsqueda manteníamos la presión sobre el capo, sin interesar los atentados o los
asesinatos de nuestros hombres. Teníamos que dar con el paradero de Escobar a
como diera lugar.
Todo el tiempo llegaba información y no descartábamos ninguna. El Bloque
de Búsqueda allanaba y recopilaba datos valiosos. Día a día íbamos
descubriendo cómo estaba integrado el cartel de Medellín y entendimos que a
Pablo Escobar le tenían un miedo aterrador, que a punta de muertos y amenazas
había penetrado la sociedad antioqueña y que por supuesto todo el mundo le
colaboraba; nadie se atrevía a delatarlo.
Hasta que un día el capo descubrió cómo recopilábamos la información de
inteligencia, y hábil como era ordenó que sus secuaces nos hicieran llegar datos
falsos para desgastar al personal del Bloque de Búsqueda. Por cuenta de esa
estrategia realizamos decenas de operaciones sin resultado alguno.
En sus primeras operaciones directas contra Escobar, el Bloque de Búsqueda
le propinó golpes sin mayor trascendencia. Recopilar información de inteligencia
confiable implicaba un proceso largo y dispendioso, que ante todo requería de
paciencia. La que no tuvieron el gobierno ni los altos mandos, que prefirieron el
despliegue de grandes cantidades de tropas para cazar a Escobar. El resultado fue
obvio: el delincuente empezó a evadir los cercos porque alguien le contaba desde
el mismo instante en que se iniciaba alguna operación en su contra.
Así sucedió el 23 de noviembre de 1989, cuando un informante confirmó que
Escobar, Jorge Luis Ochoa y ‘el Mexicano’ permanecían escondidos en la
hacienda el Oro, a orillas del río Cocorná, no lejos de la hacienda Nápoles,
allanada de manera definitiva por la Justicia. Por el afán de capturarlos, desde
Bogotá ordenaron el envío de seis helicópteros artillados y comandos especiales
de Ejército, Policía, DAS y Fuerza Aérea. En efecto, los tres narcotraficantes
dormían en el lugar, pero alguien en el Ejército les reveló a los lugartenientes de
Escobar el desarrollo de la operación y estos lograron huir por entre la
vegetación justo cuando arribaban los helicópteros. Allí caería abatido Mario
Henao, otro cuñado de Escobar, porque no alcanzó a escapar cuando los
helicópteros empezaron a ametrallar la zona rural cercana a la hacienda.
Aun cuando se había fracasado, la Operación Cocorná significó el primer gran
golpe contra las personas más cercanas al capo de Medellín. Henao, hermano de
‘la Tata’, era considerado amigo cercano de Pablo y una de las pocas personas a
las que le hacía caso.
Cuatro días más tarde, el 27 de noviembre, el país fue sacudido con la noticia
del derribamiento de un avión de Avianca ordenado por el cartel de Medellín.
Más de cien personas murieron en el atentado, que tenía como objetivo al
candidato presidencial por el liberalismo, César Gaviria, sucesor de Luis Carlos
Galán. Cuando oí la trágica noticia por radio, sentí impotencia y rabia. Era muy
doloroso ver cómo estos bandidos lograban arrodillar a un país entero, cómo se
asesinaba gente inocente.
De inmediato convocamos una reunión de los jefes de inteligencia de los
departamentos de Policía de todo el país en la que decidimos que había que darle
importancia a toda la información por pequeña fue fuera y lanzar alertas
inmediatas para operar contra el cartel. Igualmente, acordamos extremar todas
las medidas de seguridad para evitar la repetición de actos atroces como el
ocurrido en Bogotá con el avión de Avianca.
Mientras el país se reponía del atroz ataque, en el Bloque de Búsqueda
continuamos la tarea de recopilar información de inteligencia que nos permitiese
llegar a Escobar. Los allanamientos se hicieron permanentes y a través de ellos
empezamos a recopilar datos claves. Y a conocer al capo. Así descubrimos que
él acostumbraba apuntar en papeles muy pequeños los teléfonos, pero cambiaba
los números por letras. También encontrábamos videos, casettes y mensajes que
empezaron a revelar información importante sobre las propiedades del cartel y
de gente cercana a la organización.
Examinando documentos fue como llegamos a ‘Tatiana’, una hermosa paisa
de veintiún años que formaba parte de un grupo de cerca de cincuenta mujeres,
casi todas prepago, que solían asistir a fiestas a las que de vez en cuando
llegaban Escobar y algunos de sus hombres de confianza, como ‘Mugre’ y
‘Arete’.
Con mucha paciencia hablamos varias veces con ‘Tatiana’, hasta que la
convencimos de colaborar con el Bloque de Búsqueda bajo la promesa de que la
DEA la sacaría del país y le daría una jugosa recompensa. En efecto, una noche
‘Tatiana’ nos reveló que Pablo llegaría sobre la una de la madrugada a una lujosa
casa en el barrio El Poblado.
Planeamos el operativo, pero nuevamente los altos mandos en Bogotá se
aceleraron y por el afán de dar resultados nos ordenaron allanar el sitio a las
doce de la noche, dizque para cogerlo de sorpresa cuando llegara. Pasó lo que
tenía que pasar: Escobar no apareció y por supuesto nadie fue detenido ni
decomisamos nada importante. Pensamos que el asunto no pasaría a mayores,
pero Escobar demostró que era un zorro y no tardó en sospechar de alguna de las
mujeres invitadas a la fiesta.
Lo que pasó enseguida fue terrible: con el paso de los días empezaron a
aparecer partes de mujeres tiradas en diferentes sitios de la ciudad. En total
fueron asesinadas 49 jóvenes y solo se salvó una: ‘Tatiana’, nuestra informante,
quien hoy está protegida en el exterior. Tiempo después averiguamos que la casa
donde se realizaría la fallida reunión era frecuentada por el capo y por la
presentadora de televisión Virginia Vallejo.
Nueve días después del atentado contra un avión en pleno vuelo, el país fue
sorprendido con una nueva y letal acción del cartel de Medellín. En la mañana
del seis de diciembre de 1989 estalló un bus cargado con explosivos en el
costado oriental de la sede del DAS en Paloquemao, centro de Bogotá. Mi
general Miguel Maza, director de la entidad y contra quien iba dirigido el ataque,
salió ileso pero la explosión mató más de cien personas y les causó heridas a más
de quinientas. Fue tal la violencia del atentado que causó destrozos a tres
kilómetros a la redonda. La zona quedó devastada y al menos doscientos
establecimientos comerciales quedaron reducidos a escombros. Era la segunda
vez que Escobar y ‘el Mexicano’ intentaban acabar con la vida de mi general
Maza. La primera había sido en julio de ese mismo año, cuando explotó un carro
bomba en la carrera séptima con calle 57, justo cuando pasaba la caravana de
vehículos que lo protegía.
La seguidilla de bombas de alto poder de las últimas semanas nos llevó a
preguntarnos de qué manera Escobar había perfeccionado sus métodos
terroristas y cada vez era más mortífero. La respuesta habría de llegar de dos
maneras. El primer indicio lo obtuvimos luego de examinar los sistemas de
detonación de las bombas, que coincidían con los casos que estudié en el País
Vasco durante el año en que asistí a varios cursos de inteligencia con la Policía
de España. Allí observé la manera de operar de la banda separatista vasca ETA,
y coincidía plenamente con los recientes atentados ordenados por Escobar. La
confirmación de que al menos dos ‘etarras’ habían entrado ilegalmente al país
habría de llegar por cuenta de varios sicarios detenidos en operaciones del
Bloque de Búsqueda, que para obtener beneficios judiciales revelaron que en
efecto el capo había contratado terroristas extranjeros. Los testigos agregaron
que los dos españoles arribaron a Medellín y se establecieron durante algún
tiempo en la hacienda Nápoles, donde instruyeron a varios hombres en la
activación de carros bomba mediante el mecanismo del control remoto, una
modalidad inexistente en Colombia en aquella época.
El panorama era muy complicado porque estaba claro que los allanamientos,
las capturas y las bajas de sus hombres, lejos de amedrentarlo lo que lograban
era desafiarlo a cometer más y más atrocidades. Ya había matado a mi coronel
Franklin Quintero, había pagado por el asesinato de decenas de policías y ahora
iba por mi general Maza. Lo tenía en la mira y no le importaba matar a muchas
personas con tal de verlo caer.
Por informes de inteligencia que obtuvimos en Medellín, supimos que
Escobar había estallado en ira cuando supo que Maza había sobrevivido de
nuevo. El capo había ordenado camuflar dos mil ‘chicles’, es decir, dos mil kilos
de dinamita dentro del bus utilizado para el ataque, pero alias ‘el Chocao’, el
terrorista encargado del ataque, solo puso quinientos. Escobar ordenó que lo
asesinaran. No le importó perder un importante integrante de su ala terrorista
entrenado por los hombres de la ETA que trajo desde España.
Los dos últimos atentados ordenados por el cartel, en los que murieron más de
doscientas personas, necesitaban una respuesta inmediata y contundente porque
el país se sumía en la desesperanza ante el poder desmedido de esos criminales.
Que la guerra no estaba perdida del todo quedó demostrado en la mañana del
viernes 15 de diciembre de 1989, cuando nos informaron por radioteléfono que
acababa de caer Gonzalo Rodríguez Gacha, ‘el Mexicano’, el número dos y jefe
militar del cartel de Medellín, el hombre más cercano a Escobar en el tráfico de
cocaína y el socio ideal en la guerra contra el Estado.
El día anterior yo había viajado a Bogotá a hablar en secreto con mi general
Gómez Padilla, director de la Policía, y le conté que Jorge Enrique Velásquez,
alias ‘el Navegante’, un sujeto que el cartel de Cali había logrado infiltrar en la
organización del ‘Mexicano’, me acababa de suministrar las coordenadas del
lugar donde el capo estaría ese fin de semana en Cartagena. Mi general recibió el
documento que contenía toda la información y yo regresé a Medellín.
De esa manera al día siguiente se desarrolló la Operación Apocalipsis. Los
mejores treinta hombres de los comandos especiales de la Policía —
pertenecientes al Copes y al Bloque de Búsqueda— viajaron en dos helicópteros
artillados de la Policía, en uno de los cuales iba ‘el Navegante’. Los datos fueron
exactos y ‘el Mexicano’ fue localizado, pero alcanzó a escapar en un camión con
su hijo Freddy y varios de sus escoltas. La persecución llegó hasta una finca en
cercanías de Tolú, departamento de Sucre, donde finalmente fue dado de baja
luego de un intenso tiroteo. Allí también murieron Freddy, Gilberto Rendón —el
número ocho del cartel— y cuatro guardaespaldas.
Respecto de este episodio debo contar que ‘el Navegante’, un traficante que
logró penetrar al círculo más cercano del ‘Mexicano’, ganó por partida doble
porque no solo recibió la recompensa de cinco mil millones de pesos ofrecida
por el gobierno colombiano, sino que también se ganó esa misma cantidad de
dinero que le ofrecía el cartel de Cali. Y no solo eso: obtuvo la protección de
Estados Unidos porque la DEA le había prometido llevarlo a ese país y
cambiarle la identidad si el operativo contra ‘el Mexicano’ era exitoso. Estas
garantías las había exigido ‘el Navegante’ en varias reuniones que sostuvo con el
mayor Danilo González, con los agentes de la DEA y conmigo. Al final todo se
cumplió porque la información suministrada fue decisiva para que por fin le
diéramos un golpe de verdad al cartel de Medellín.
Con la caída del ‘Mexicano’ el país sintió una ligera sensación de alivio, pero
nosotros, los que librábamos la guerra estratégica contra Pablo Escobar,
sabíamos que el capo mantenía intacto su poder y que estaba preparado para
intensificar la oleada terrorista contra el Estado. En efecto, muy pronto nos
demostraría que su maldad no tenía límites. El siguiente año, 1990, sería peor
todavía.


                                      CAPÍTULO 5
                                  Aumenta el caos


Al finalizar 1989, el país respiraba con cierta tranquilidad, pues el cartel de
Medellín había perdido a Gonzalo Rodríguez, ‘el Mexicano’, un esmeraldero
sanguinario que fue capaz de enfrentar varios conflictos a la vez. En su larga
carrera criminal de más de una década, el capo cazó guerras contra el Estado,
contra los zares de las esmeraldas, contra las Farc —que desencadenó el
exterminio de la Unión Patriótica— y contra el cartel de Cali.
Desde su cuartel en la localidad de Pacho, al norte de Cundinamarca, ‘el
Mexicano’ fue un aliado ideal de Escobar, porque no le hacía sombra y porque
siempre fue solidario a la hora de enfrentar a sus enemigos comunes.
Aunque en el Bloque de Búsqueda estábamos a la expectativa por la reacción
de Escobar y creíamos que desataría una oleada terrorista para vengar la muerte
del ‘Mexicano’, el 20 de diciembre nos sorprendió con el secuestro de Álvaro
Diego Montoya —hijo del secretario de la Presidencia, Germán Montoya— y de
otras diecisiete personas, en su mayoría empresarios antioqueños y sus familias.
Desde nuestro cuartel en Medellín nos concentramos en evitar que Escobar y
sus hombres causaran más daños, pero luego comprendimos que en realidad el
capo había cambiado de estrategia y pretendía una nueva negociación con el
Gobierno, similar a la que emprendió en 1984 tras el asesinato del ministro de
Justicia Rodrigo Lara.
Ese cambio en su manera de actuar quedó comprobado en la segunda semana
de enero de 1990, cuando los Extraditables anunciaron una tregua unilateral, al
tiempo que Escobar dejó en libertad a Montoya, empezó a soltar a cuentagotas a
los demás rehenes y entregó una tonelada de dinamita, un enorme laboratorio de
procesamiento de coca en el Chocó y un helicóptero.
La suspensión de la guerra dada el 17 de enero atemperó el clima de zozobra
que se vivía en Medellín. Pero una cosa era que no estallaran bombas y los
sicarios estuvieran de vacaciones y otra muy distinta que el capo se quedara
quieto sin maquinar cómo hacer daño.
En medio de la tregua, pero con la certeza de que en algún momento se
reiniciaría la confrontación porque el gobierno había anunciado que no estaba
dispuesto a aceptar las condiciones de Escobar para rendirse y desmantelar su
organización, un domingo por la mañana se me ocurrió caminar por los
alrededores de la Escuela Carlos Holguín y me llamó la atención ver a vario
policías pequeños, negritos y feos como yo, acompañados por hermosas jóvenes
que parecían ser sus novias.
Hacía unas semanas en el Bloque de Búsqueda habíamos autorizado que los
policías pudieran recibir visitas los domingos para evitar atentados en la ciudad.
Ello explica por qué ese día había tanta mujer bonita en el lugar. Pero, malicioso
como soy, como buen santandereano, pensé que algo raro estaba pasando y por
eso hice llamar a uno de los policías, que resultó ser un pastuso embobado con
una paisa despampanante.
—Agente, vaya y me espera a la oficina y usted, señorita, acompáñeme.
Desconcertado, el policía hizo caso y llevé a la mujer al baño sauna de la
Escuela para interrogarla. Pero luego de varias preguntas ella respondía una y
otra vez que estaba enamorada de su indiecito nariñense “aunque sea policía, mi
amor”. Me pareció que no decía toda la verdad y por eso llamé a un cabo
moreno, alto, al que yo le decía ‘el Diablo’.
—Señorita, este es un violador, y si usted no me dice la verdad, la dejo sola
con él... por algo le dicen ‘el Diablo’.
—No, mayor, no me deje sola... yo le digo la verdad —respondió la joven,
con cara de susto. Es que ‘el Diablo’ era de verdad bien feo.
—La escucho.
—‘El Patrón’ ordenó que nos infiltraran aquí a noventa niñas y que nos
hiciéramos novias de los policías y luego los invitáramos a una fiesta cuando
tuvieran descanso. Les íbamos a dar cianuro en la comida, incluyendo a dos
tenientes y un capitán... el capitán es el que está a la entrada de la Escuela y
tiene de novia a una niña muy bonita que maneja un campero Mitsubishi.
Luego de sonsacarle todos los datos que sabía, nos propusimos verificar
algunos de ellos y con estupor confirmamos que la muchacha estaba en lo cierto.
Gracias a Dios y casi por accidente, descubrimos el tenebroso plan criminal de
Escobar. Decidimos dejarla libre porque no tenía la culpa de nada y de inmediato
cancelé la visita de las falsas novias. No se pudo hacer nada más, solo evitar una
terrible masacre. Más tarde reunimos a los policías, que quedaron fríos cuando
conocieron el aterrador plan de Escobar. Así entendieron que la guerra no era un
juego y que ese delincuente era capaz de cualquier cosa.
La guerra en Colombia habría de comenzar en 1990 de una manera
inesperada. Mientras la fuerza pública y los organismos de inteligencia
esperábamos el primer movimiento de Escobar, las ya poderosas autodefensas de
Urabá darían un golpe a la democracia al asesinar en el aeropuerto de Bogotá al
candidato presidencial de la Unión Patriótica, Bernardo Jaramillo Ossa. En la
mañana de ese 22 de marzo, el político de izquierda se disponía a viajar a Santa
Marta cuando fue atacado por un sicario.
Minutos después de ocurrido el atentado, la dirección de inteligencia de la
Policía emitió una alerta de emergencia en la que advertía del atentado contra un
candidato presidencial y daba instrucciones para estar preparados en caso de una
ofensiva terrorista a gran escala.
En forma casi simultánea, los técnicos de las salas de interceptación captaron
una llamada por radioteléfono en la que Pablo Escobar les ordenaba a sus
hombres más cercanos que se replegaran porque estaba seguro de que el
gobierno le iba a atribuir el homicidio de Jaramillo y se produciría una
arremetida del Bloque de Búsqueda. Apenas Escobar había terminado de hablar,
apareció en el escáner el paramilitar Carlos Castaño, a quien conocíamos con el
alias de ‘el Fantasma’. Los dos delincuentes entablaron una sorprendente
conversación:
—‘Patrón’, ‘Patrón’.
—Sí, siga, siga.
—Ese golpecito fue de nosotros.
—Ah, lo verraco es que ustedes hacen las cagadas y esas gonorreas del
gobierno me echan la culpa.
—Tranquilo, ‘Patrón’, que ustedes saben que todo lo que huela a guerrilla los
que les damos somos los Castaño. Yo asumo la responsabilidad, no se preocupe
que esto es una sola causa.
—Bueno, señor, entendido.
Tres semanas después, los mismos hermanos Castaño contribuyeron a
aumentar el caos al ordenar el asesinato dentro de un avión del excomandante
del M-19, Carlos Pizarro Leongómez. Era el 26 de abril de 1990.
En ese momento Escobar decidió ser solidario con los Castaño y anunció el
rompimiento de la tregua con el gobierno. En el Bloque de Búsqueda debimos
multiplicarnos para evitar ataques terroristas en Medellín y en todo el país la
fuerza pública extremó las medidas de seguridad. No obstante, las decisiones
adoptadas no fueron suficientes porque el 12 de mayo, dos semanas después del
homicidio de Pizarro, se produjeron dos horribles atentados con carros bomba en
Bogotá.
Ocurrió el día de la madre y en dos sitios concurridos de la capital. Los
automotores fueron activados en los populosos barrios Quirigua y Niza, donde
murieron 21 personas y 150 quedaron heridas.
De esta manera sangrienta el capo respondió a la negativa del gobierno Barco
de aceptar sus condiciones para someterse a la Justicia. Los emisarios de
Escobar exigían garantía de no extradición y penas leves a cambio de
desmantelar las redes de sicarios y suspender el tráfico de cocaína.
Los altos mandos del Bloque de Búsqueda nos reunimos de urgencia en
Medellín y luego de examinar grabaciones y documentos encontrados en algunos
allanamientos, concluimos que esta nueva arremetida de Escobar buscaba
intimidar al Estado para frenar la extradición y para demostrar que los
Extraditables no estaban jugando y eran una organización poderosa, aunque la
única cabeza visible fuera Pablo Escobar.
La oleada terrorista continuó el 25 de mayo con la explosión de un carro
bomba frente al hotel Intercontinental de Medellín que tenía como objetivo una
patrulla del Bloque de Búsqueda. Allí murieron tres agentes encubiertos y nueve
civiles.
Escobar había reactivado todo su aparato terrorista y por eso necesitábamos
contraatacar. Y lo logramos a través de una llamada que escuchamos en la que
‘Pinina’ hablaba en clave con alguien de la organización. Por los términos que
utilizó y por la experiencia que teníamos después de oírlos todo el tiempo,
dedujimos que ‘el Patrón’ se encontraba en la hacienda Nápoles con algunos
amigos y varias mujeres.
En medio de un gran sigilo, planeamos una operación para asaltar la hacienda.
El objetivo consistía en que varios grupos de hombres del Bloque de Búsqueda
se ocultarían en la noche en las vías alternas y nosotros llegaríamos al amanecer
en varios helicópteros. Así ocurrió y cerca de las seis de la mañana del día
siguiente, cuando nos aproximábamos, observamos que en las garitas de
vigilancia había al menos una docena de celadores armados. Se les hicieron
ametrallamientos desde el aire, pero no respondieron. Aterrizamos cerca de la
casa principal y nos llevamos la sorpresa de que, de nuevo, el capo había
escapado. Interrogamos a algunas personas que permanecían en la hacienda y a
regañadientes contaron que Escobar huyó manejando una cuatrimoto y se internó
en la zona selvática. Horas más tarde escuchamos varias conversaciones por
radioteléfono en las que quedaba claro que el capo había recibido protección de
un grupo de autodefensas enviado por el paramilitar Henry Pérez —dueño y
señor de la zona de Puerto Boyacá—, que lo ocultó en los alrededores de San
Carlos, Antioquia.
Ya en la noche y después de verificar que la situación estaba controlada,
decidimos acampar en la hacienda Nápoles. Mi coronel Martínez se acercó luego
de comprobar que las medidas de seguridad eran adecuadas y me dijo:
—Voy a dormir en la alcoba de este criminal.
Cuando entramos a la habitación de Escobar en el segundo piso de la casa
principal de la hacienda, observamos cuadros valiosos, porcelanas y un ajedrez
en oro. Entonces mi coronel sacó sus pertenencias y las puso encima de un
mueble. Fuimos a comer algo, pero cuando regresamos mi coronel se puso
furioso porque la habitación había sido saqueada.
—Esta mierda yo no me la aguanto. Estamos en medio de una manada de
bandidos, delincuentes y ladrones.
—¿Qué pasó, mi coronel?
—Mañana mismo me voy para Bogotá a hablar con el director general. Estos
policías hijueputas se llevaron todo y se robaron hasta mis calzoncillos.
Solté la risa y mi coronel se puso aún más furioso.
—No se ría, Aguilar, que estoy hablando en serio.
—Tranquilo, mi coronel, deme media hora y yo le encuentro sus cosas.
Mi coronel se retiró sin contestar y entendí que realmente estaba indignado.
Entonces ordené formar a todos los policías que estaban en la hacienda y me
dirigí a ellos.
—Estamos en medio de delincuentes, peores que la organización de Pablo
Escobar. Muchos de ustedes saquearon la casa y se robaron hasta los calzoncillos
de mi coronel. Tienen media hora para que aparezca todo.
Luego utilicé una frase que mis hombres aprendieron a identificar cuando me
ponía iracundo:
—Negras historias se cuentan del mayor Aguilar. Dicho y hecho. Treinta
minutos después todas las cosas estaban en su lugar. Incluidos los calzoncillos de
mi coronel.
Seguir la huella de Escobar nos llevó a atacar a las autodefensas del
Magdalena Medio hasta llevarlas a replegarse en una zona selvática conocida
como el Marfil luego de causarles varias bajas importantes. Más tarde
penetramos a San Carlos y aniquilamos un grupo de las Farc que delinquía allí y
le brindaba protección a Escobar. Esas operaciones obligaron al capo a buscar
refugio en otra zona: La Danta, un corregimiento del municipio de Sonsón, en la
ruta hacia el cañón del Río Claro.
Una vez llegamos a esa zona sucedió un episodio muy simpático porque
descubrimos que el jefe de sicarios de Escobar allí era muy parecido a mí, casi
como un doble. Para averiguar más detalles decidimos interceptar al hombre
cuando manejara su camión, un Chevrolet tipo 350. Lo retuvimos, me puse una
ropa parecida a la suya y luego conduje el automotor hasta el parque principal de
La Danta. Casi de inmediato se acercaron varios individuos y les dije sin
titubear:
—Necesito los ‘fierros’ para apoyar al ‘Patrón’.
Sin chistar hicieron caso y se dirigieron a algunas casas vecinas. Cinco
minutos después regresaron con grandes tubos de PVC en los que escondían
fusiles R-15 y los pusieron en la parte de atrás del camión. Luego, el hombre que
parecía al mando, dijo:
—Jefe, necesitamos plata porque la gente está que pide.
De un carriel que llevaba terciado saqué ocho millones de pesos en efectivo y
se los entregué. Luego arranqué y salí de La Danta, pero pasados veinte minutos
descubrieron que el mayor Aguilar había suplantado al verdadero conductor del
camión. Y se despacharon por el radioteléfono:
—Esa gonorrea se parecía al jefe, pero es la hiena Aguilar. Salgamos en moto
y lo alcanzamos. Hay que recuperar los ‘fierros’.
Aunque llevaba una buena ventaja, decidí pedir apoyo y varios grupos del
Bloque de Búsqueda salieron a mi encuentro. Había desarmado una banda de
sicarios de Escobar sin disparar un solo tiro.
Las operaciones continuaron sin descanso. En cada allanamiento, en cada
captura, hallábamos documentos que nos indicaban que cada vez estábamos más
cerca de Escobar y de sus hombres. Como aquella vez que realizamos una
operación en una zona rural del municipio de Envigado, el fortín del capo, el
sitio donde se hizo delincuente a comienzos de los años setenta.
En una pequeña finca encontramos un cuaderno que contenía gran cantidad de
números escritos en clave, pero luego de muchas horas de trabajo paciente y tras
confrontar una buena cantidad de documentos decomisados en otros lugares,
logramos descifrar los códigos e identificar seis números telefónicos. Acto
seguido empezamos a interceptar línea por línea, hasta que nos detuvimos en una
en la que hablaban Tilcia, muchacha del servicio de una casa, y su novio, Omar.
—Qué hubo pues, amor —decía ella.
—Hola, amor, ¿cómo estás?
—Aquí bien... estoy aburrida porque el señor es raro, se mantiene encerrado y
no deja contestar el teléfono de nadie, ni de la señora. Y el tipo es un vicioso.
—Cuidado, ¿no?
—Qué tal pues, uno meterse con ‘el Patrón’.
Luego escuchamos a Omar, un muchacho tolimense que trabajaba como
mensajero de una empresa de encurtidos. Decidimos contactarlo y proponerle
que invitara a salir a Tilcia para averiguar quién era el hombre para el que ella
trabajaba. El joven aceptó a cambio de una buena cantidad de dinero. La
estrategia consistía en esperar que ella tuviera su día de descanso, que Omar la
invitara a salir y que de regreso él identificara el edificio y el apartamento donde
ella trabajaba.
Tal como lo habíamos planeado, el día que salieron Tilcia le dijo a Omar que
la acompañara, pero hasta cierto sitio. Él la siguió a prudente distancia hasta un
conjunto de apartamentos. Más tarde él nos ayudó a reconocer el lugar, pero con
tan mala suerte que de pronto la muchacha descubrió a Omar y le gritó desde un
tercer piso:
—Omar, siga, siga.
—Mire, señor, la misión está cumplida —me dijo Omar, muerto del susto.
Ya no había retorno. Le pagué el dinero prometido y le dije:
—Renuncie al cargo y váyase de Medellín. Váyase para su tierra.
Ya en ese momento habíamos confirmado que en el tercer piso del edificio
vivía ‘Pinina’, el jefe militar de Pablo Escobar —el objetivo más valioso que
habíamos localizado desde cuando llegamos al Bloque de Búsqueda, diez meses
atrás—, quien estaba acompañado de su esposa y su hija de seis meses. También
sabíamos que la línea telefónica chuzada y desde la cual se comunicaban Tilcia y
Omar correspondía a otro lugar de la ciudad. Escobar y sus hombres habían
descubierto un sistema artesanal según el cual utilizaban la tapa de una olla en
aluminio y por alguna razón desconocida la llamada telefónica era desviada de
un lugar a otro.
Para acceder al apartamento de ‘Pinina’ aprovechamos que él era muy
aficionado al fútbol y ese día, 13 de junio de 1990, estaba pendiente de los
juegos Uruguay-España y Argentina-Unión Soviética, y que el país entero
esperaba ansioso el partido del día siguiente de la Selección Colombia contra
Yugoslavia en el Mundial de Italia.
El plan fue organizado en forma vertiginosa, pues necesitábamos entrar al
edificio sin despertar sospechas y sin que el celador nos delatara. Para hacerlo
‘gemeleamos’, es decir, usamos un automóvil Mercedes Benz similar al de un
residente del condominio. Así logramos ingresar y luego redujimos al celador.
Subimos al tercer piso, donde había dos apartamentos. Pusimos la carga de
cordón detonante en la puerta del lado derecho, pero gracias a Dios se cayó y no
alcanzó a prender la mecha porque en ese instante una señora joven con dos
gemelas abrió la puerta y me dijo:
—A sus órdenes, señores.
—¿Con quién está ahí, señora? —pregunté.
—Sola.
—Cierre la puerta y no le abra a nadie.
El susto fue grande porque si no cae la carga explosiva habrían muerto una
señora inocente y sus dos criaturas. Y de pronto ‘Pinina’ hubiese escapado.
Inmediatamente colocamos la carga en la otra puerta y esta explotó, pero no la
abrió en su totalidad porque era blindada.
Aun cuando la detonación fue muy fuerte, ‘Pinina’ logró saltar con gran
agilidad por la ventana. Por el golpe contra el piso se le salió el codo del brazo
izquierdo. Luego corrió al parqueadero y subió a un vehículo Mazda que tenía
las llaves puestas, pero los hombres del Bloque de Búsqueda que cubrían esa
parte del condominio respondieron a varias ráfagas que les hizo el sicario y este
quedó gravemente herido.
‘Pinina’ estaba moribundo pero alcancé a interrogarlo. Nos reveló que Pablo
Escobar se ocultaba en una caleta en inmediaciones del municipio de Cocorná y
suministró la dirección de un apartamento donde había armamento escondido.
Luego murió.
Inmediatamente llamé por radioteléfono a mi coronel Martínez y le informé
del resultado de la operación. Él se mostró satisfecho y me ordenó tomar
medidas de precaución para salir de allí y dejar el levantamiento del cadáver en
manos de las unidades forenses de la Sijín de Medellín. Minutos después me
llamó mi general Vargas Silva desde Bogotá y nos felicitó por el fuerte golpe que
le acabábamos de dar a Escobar. Le di detalles del allanamiento y de la
información que alcanzó a dar ‘Pinina’ sobre la localización de Escobar, y mi
general Vargas dijo:
—Tiempo que pasa, verdad que huye. Rápido con todas las medidas de
precaución y vamos por el objetivo principal. Confío en usted, Aguilar.
Un par de horas después ya estaba listo el operativo contra Pablo Escobar y no
tardamos en llegar a la caleta que había señalado ‘Pinina’, pero una vez más el
capo había huido, aunque dejó documentos importantes. Dos de sus escoltas
fueron dados de baja. La información fue certera, pero alguien le avisó que
nosotros habíamos salido a buscarlo.
Por varias conversaciones que sostuvo por radioteléfono, nos dimos cuenta de
que Escobar lamentó profundamente la muerte de su mejor hombre y le juró a su
familia que en lo posible no regresaría al Magdalena Medio.
Al día siguiente, 14 de junio y cuando regresábamos a Medellín desde el
Magdalena Medio, nos informaron que acababa de explotar un carro bomba en
el barrio El Poblado y que el objetivo había sido una patrulla de la Policía. La
retaliación de Escobar por la muerte de ‘Pinina’ nos llenó de coraje y nos forzó a
incrementar las operaciones de inteligencia.
En las siguientes semanas no se detuvo el baño de sangre en la capital de
Antioquia y la desazón entre la ciudadanía era conmovedora. La ciudad vivía
una especie de estado de sitio y los lugares de esparcimiento empezaron a cerrar
temprano para evitar la acción de los sicarios. Masacres como la de la discoteca
Oporto en la que diecisiete jóvenes fueron masacrados por hombres armados,
contribuyeron a acrecentar el mito urbano de que Medellín era tierra de nadie.
La matanza causó pánico en todos los municipios del área metropolitana de
Medellín. El escaneo de las conversaciones entre integrantes de las bandas de
sicarios dejó en claro que los atacantes pensaron que en la discoteca había
oficiales encubiertos del Bloque de Búsqueda. Se equivocaron. En otra
intercepción escuchamos cuando Escobar reconoció el error pero lo justificaba
diciendo que “guerra es guerra y en toda guerra caen inocentes”.
Con la necesidad urgente de golpear a Escobar, el 9 de julio programamos un
nuevo allanamiento a la hacienda Nápoles porque un informante nos confirmó
que Escobar había regresado. Fuerzas de asalto de la Policía llegaron al lugar,
pero el capo y quince de sus escoltas habían abandonado el lugar minutos antes.
Aun así, dieciocho de sus hombres más cercanos fueron detenidos, entre ellos
Hernán Henao, alias ‘HH’, cuñado del capo, hermano de ‘la Tata’.
Las reiteradas fugas del narcotraficante no dejaban duda de que el Bloque de
Búsqueda estaba infiltrado de manera grave. Cada vez que una operación
resultaba fallida, revisábamos los procedimientos, las órdenes, los hombres,
todo, pero no encontrábamos al ‘sapo’ que le anticipaba nuestros movimientos.
El ministro Pardo se enfurecía y en ocasiones discutía con mi general Martínez
Poveda, pero al final entendía que estábamos frente a una organización criminal
muy poderosa que tenía infiltrados en todos lados. Así que lo único que quedaba
era perseverar.
Esta fue quizá la última vez que Escobar visitó sus antiguos dominios. Ante la
persistencia de las operaciones y pese a que siempre lograba escabullirse, no
tuvo más remedio que abandonar a su suerte la hacienda Nápoles, la más
preciada de sus propiedades. A partir de ese momento sus comunicaciones se
daban en áreas urbanas, especialmente en Medellín, donde se movía como pez
en el agua. En cortas charlas con sus hombres les daba recomendaciones, les
aconsejaba extremar las medidas de seguridad y se refería en los peores términos
a mí. “Recuerden que esa gonorrea del mayor Aguilar es un guerrero que va de
frente. Ese no es un oficial de escritorio porque lo prepararon los mercenarios
infantes de marina de Estados Unidos. Los que andan con él son por el mismo
estilo, oficiales expertos en operaciones especiales”.
Como ya se sabe, Escobar era capaz de cometer los peores actos criminales,
pero también era hábil moviendo los hilos políticos. Él sabía que las bombas
aterrorizaban a la población y ponían en jaque a sus gobernantes. Por esa razón a
finales de julio de 1990, días antes de la posesión del nuevo presidente César
Gaviria, volvió a ordenar una tregua a nombre de los Extraditables, la suspensión
de los atentados terroristas y los asesinatos de jueces, magistrados, policías,
políticos y periodistas.
Con todo y pese a que Gaviria recibió con cautela el anuncio, en el Bloque de
Búsqueda continuamos las tareas de inteligencia contra el cartel de Medellín. A
estas alturas la palabra de Escobar estaba más que devaluada y lo único que se
imponía era seguir buscándolo a él y a sus principales cabecillas.
Y lo logramos el 12 de agosto, una semana después de la posesión del nuevo
Presidente. Todo había empezado días atrás, después de que decomisamos una
libreta de apuntes en un allanamiento en Medellín. La examinamos página por página y encontramos un número telefónico escrito a lápiz, que ordenamos
interceptar inmediatamente. Muy pronto averiguamos que se trataba de un
abonado de un apartamento en el barrio Laureles, pero notamos que quienes lo
habitaban eran muy prudentes al hablar y casi siempre lo hacían en clave. Luego
montamos esquemas de vigilancia alrededor y descubrimos que alguien muy
importante debía vivir allí porque al amanecer entraban y salían personas en
actitud sospechosa. Finalmente y tras cotejar las voces de las pocas personas que
hablaban por el teléfono intervenido, confirmamos que en ese inmueble vivía
Gustavo Gaviria Rivero, el primo hermano de Pablo Escobar. Estábamos
ad
portas
de sacudir las entrañas del cartel de Medellín.
Entonces con mi coronel Martínez decidimos montar una operación
relámpago para ingresar al inmueble. Cinco hombres especialistas en
operaciones de asalto se hicieron pasar por trabajadores de la empresa de
teléfonos y lograron identificar con exactitud el apartamento donde estaba el
objetivo. Tocaron en la puerta y de pronto alguien abrió y se inició una balacera.
Los policías respondieron al fuego y lo dieron de baja. Era Gustavo Gaviria.
Fue un golpe contundente. Pablo Escobar había perdido a su compinche de
toda la vida, con el que empezó a delinquir cuando la familia del capo se radicó
en el barrio La Paz en Envigado. La historia de Pablo y Gustavo es digna de una
película porque compartieron los momentos cumbres del cartel de Medellín y se
hicieron socios en el tráfico de cocaína.
El presidente Gaviria, el ministro Pardo y los mandos de las Fuerzas Armadas
reconocieron la labor de inteligencia del Bloque de Búsqueda. Escobar había
perdido a su hombre de confianza, a su socio predilecto y a su estratega más
certero. El entonces director de la DEA para Colombia, Joe Toft, también se
comunicó con nosotros para expresar el beneplácito del gobierno de Estados
Unidos por el resultado de la operación.
El Bloque de Búsqueda tomó un respiro y logra cierto reconocimiento y
credibilidad en los diferentes estamentos del país, pero sigue sin lograr el
objetivo principal. Por eso continuamos los intensos allanamientos a casas,
fincas y apartamentos, aunque no alcanzábamos a Escobar, que se hacía todavía
más escurridizo y peligroso. En represalia, él dio la orden de asesinar a los
hombres que vivían en los inmuebles vecinos a donde se desarrollaban las
operaciones. Los acusaban de ‘sapos’. Lo cierto es que por largo tiempo
recopilamos documentos importantes, pero los cordones de seguridad que lo
protegían eran demasiado amplios y por eso siempre tenía tiempo suficiente para
escapar. Además, estábamos seguros de que el Bloque de Búsqueda seguía
infiltrado por el poder corruptor del capo.
Las desapariciones, las muertes y los secuestros no se detenían en Medellín.
Era impresionante observar el temor de la gente, de los padres de familia que
tenían hijas bonitas porque en cualquier lugar o en cualquier momento las
bandas de sicarios se las llevaban, las violaban y luego las asesinaban; y si una
pareja caminaba por las calles de la ciudad y la señora o novia era bonita, la
paraban y la subían al carro, y si el esposo o novio protestaba, lo asesinaban.
Recuerdo un episodio triste que le sucedió a una familia prestante de
Medellín. El padre había sido gobernador de Antioquia, la señora era dueña de
una boutique y su hija era estudiante universitaria, por cierto muy hermosa. Pero
la vida se les complicó el día que un sicario de Escobar empezó a seguirla y
luego de varios días la secuestró, la violó y la obligó a vivir con él o si no
mataba a sus padres. Y para que no mataran a su hija, los padres, impotentes,
soportaron ese infierno y no denunciaron lo que sucedía.
Hasta que un día, cansados, confiaron en mí y me narraron la terrible historia.
Les sugerí que cuando la muchacha pudiera escapar, acudiera a una estación de
Policía y me llamara inmediatamente. Entre tanto, el comportamiento del
delincuente empeoraba: llevaba mujeres al apartamento, las violaba con otros
compinches, las asesinaba y luego salía con la joven a botar los cadáveres en
algún basurero.
Cierto día, el hombre llegó con cuatro hampones más y llevaban una señora a
la fuerza. Visiblemente drogados violaron y asesinaron a la mujer y le dijeron a
la muchacha que se preparara que seguía ella. Ante semejante amenaza, la joven
aprovechó un descuido y se lanzó de un segundo piso a la calle y se rompió una
pierna en la caída.
Providencialmente, un vehículo pasaba por el lugar y la secuestrada le dijo al
conductor que no la llevara a un hospital sino a la estación de Policía más
cercana. Desde allí me llamaron y acudí de inmediato al lugar. Mientras una
patrulla la llevaba a un centro asistencial, envié un grupo de agentes encubiertos
al apartamento donde estaban los delincuentes. Allí se produjo un
enfrentamiento y los criminales fueron abatidos. En una habitación fue hallado el
cadáver de una mujer.
De esa manera terminó la pesadilla para una prestante familia antioqueña,
pero habría de comenzar otro drama que terminaría en tragedia: el secuestro de
prestantes periodistas, provenientes de las familias más influyentes del país,
ordenado por Pablo Escobar. Empezaba así una nueva guerra en la que el jefe del
cartel de Medellín haría otro temerario intento para arrodillar al Estado y obtener
beneficios jurídicos para él. El capo había sido golpeado en su círculo más
cercano, pero estaba lejos de caer derrotado porque seguía rodeado de un ejército
criminal diezmado, pero con una enorme facilidad para renovarse.
Entre el 30 de agosto y el 7 de noviembre de 1990, Escobar había logrado
atesorar un valioso botín: Diana Turbay, Francisco Santos, Maruja Pachón,
Beatriz Villamizar, Marina Montoya, Azucena Liévano, Juan Vitta, Hero Buss,
Richard Becerra y Orlando Acevedo.
Desde cuando se conoció el secuestro del primer grupo de periodistas, en el
Bloque de Búsqueda recibimos una orden perentoria: estaba prohibido realizar
cualquier operativo de rescate. El presidente Gaviria hizo llegar un documento
secreto en el que suspendía toda acción de búsqueda de los periodistas y mucho
menos ejecutar acciones que pusieran en riesgo sus vidas. En el Bloque de
Búsqueda quedamos muy preocupados por la determinación, pero entendimos
que por ahora no había nada que hacer.
Terminaba 1990 y estábamos maniatados. La mente criminal de Pablo Escobar
había superado nuevamente la capacidad de reacción del Estado.

                                         CAPÍTULO 6
                       La ayuda de ‘los Canarios’


En un patrullaje de rutina que realizábamos en el sector de El Poblado en
Medellín, una noche sorprendimos a un hombre que se movilizaba en un
automóvil en actitud sospechosa.
El desconocido no opuso resistencia y se identificó simplemente como
‘Carlos’, pero dio una explicación poco creíble de los motivos por los cuales se
encontraba en la calle esa madrugada. Nos llamó la atención que su acento era
valluno y al inspeccionar el vehículo confirmamos que nuestra sospecha no era
infundada porque en el asiento de atrás hallamos aparatos muy sofisticados,
utilizados para escanear llamadas por radioteléfono y para triangular
comunicaciones, es decir, equipos que localizan con cierta exactitud el lugar
desde donde habla una persona.
Cuando le pregunté quién le había suministrado esos elementos de alta
tecnología, ‘Carlos’ respondió:
—Me paga el cartel de Cali, mayor. Y estos aparatos los utilizo para seguir y
ubicar a Pablo Escobar.
—¿Y a quién le entrega la información que obtiene?
—A mis patrones, los señores del cartel de Cali y a la Inteligencia de las
Fuerzas Armadas en Bogotá, especialmente a la Policía, la Dijín y el DAS.
El hombre no perdió la compostura y por el contrario nos entregó datos
valiosos y números de líneas telefónicas que desconocíamos sobre algunos
lugartenientes de Pablo Escobar.
Luego condujimos a ‘Carlos’ a la sede del Bloque de Búsqueda y les pedimos
a los agentes de la DEA que examinaran los equipos hallados en el vehículo. Tal
como pensamos, los aparatos resultaron ser muy costosos y eran de última
generación. En otras palabras, ni siquiera los organismos de inteligencia de
Colombia teníamos la más remota capacidad económica para adquirirlos.
Tras analizar el asunto por largo rato, decidimos que no valía la pena
judicializar a ‘Carlos’ y le exigimos regresar a Cali. El hombre aceptó sin chistar
pero antes decidió revelarnos la existencia de un contacto suyo en Medellín,
identificado con el alias de ‘Chapulín’, un paisa avispado que daba la impresión
de ser confiable. Aceptamos la colaboración porque el hombre también
manejaba equipos para ‘chuzar’ llamadas y a los pocos días empezó a
suministrar información que nos permitió identificar una buena cantidad de
sicarios que trabaj aban para Escobar.
La realidad es que durante esa primera fase de la guerra contra Escobar, el
cartel de Cali —cuyos capos eran los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez,
Hélmer Herrera y José Santacruz Londoño— manejaba en Medellín una red de
inteligencia que obtenía gran cantidad de información que ellos enviaban a
Bogotá.
El mayor Danilo González era el encargado de recibir y evaluar la veracidad
de los datos y de entrevistar a los informantes que cotidianamente hacían llegar
mi general Miguel Maza, mi coronel Óscar Peláez Carmona y el mayor Óscar
Naranjo. Recuerdo que en varias ocasiones le pregunté al mayor González por el
origen de la información, de los informantes, y de quién estaba detrás de los
pagos por esos servicios, pero él respondía:
—No pregunten tanto; son enviados por empresarios a los que en Bogotá les
dicen ‘los Canarios’. Ellos entregan allá todo lo que consiguen aquí y los
mandos lo envían para que nosotros evaluemos y desarrollemos operaciones
contra Escobar y su organización.
Dos décadas después, no es equivocado concluir que el cartel de Cali aportó
mucho dinero para la guerra contra Pablo Escobar. Esa fue la estrategia que
emplearon para enfrentar a su archienemigo, sin que pueda afirmar que la Fuerza
Pública o el Bloque de Búsqueda hayan sido cómplices de ellos. Creo que era
tanta la desesperación del presidente Gaviria, del ministro de Defensa, Rafael
Pardo, de la cúpula de las Fuerzas Armadas y de los mandos del Bloque de
Búsqueda, que toda la información que recibían era valiosa, viniese de donde
viniese. El objetivo era uno solo: detener a ese criminal, a ese psicópata, que
todos los días asesinaba gente inocente.
No se puede dejar de lado el hecho de que los capos de Cali tenían un interés
muy grande en la caída de Escobar, quien quedó al frente de la guerra tras la
desaparición del ‘Mexicano’. Como se sabe, los carteles de la droga de Cali y
Medellín estaban enfrascados en una sangrienta confrontación que se inició en
enero de 1988, cuando los Rodríguez y compañía atacaron a Escobar y de paso
rompieron un pacto de palabra según el cual las familias de los barones del
narcotráfico estaban por fuera de cualquier conflicto entre ellos. La explosión de
un carro bomba que por poco mata a la esposa y a los hijos de Escobar en el
edificio Mónaco de Medellín fue el detonante de una guerra que solo terminaría
cinco años después.


                                          CAPÍTULO 7
“Estamos derrotados. Pablo Escobar ganó, el país perdió”


Negros nubarrones se veían en el horizonte del Bloque de Búsqueda en aquellos
primeros días de enero de 1991. Desarrollar operaciones contra Pablo Escobar
estaba prácticamente prohibido por el temor del Gobierno de que cualquier
acción de parte nuestra terminara en la muerte de algunos de los ilustres
secuestrados que el capo tenía en su poder desde el segundo semestre del año
anterior.
En efecto, a través del ministro de Defensa Pardo y del director de la Policía,
mi general Gómez Padilla, el presidente Gaviria nos había hecho saber que todas
las operaciones del Bloque de Búsqueda debían ser consultadas previamente con
los altos mandos y si alguna maniobra era autorizada, el proceso de inteligencia
debía ser minucioso. No podía haber equivocación alguna.
Al peligro inminente en que se encontraban Diana Turbay, Francisco Santos,
Maruja Pachón, Beatriz Villamizar, Azucena Liévano, Juan Vitta, Hero Buss,
Richard Becerra, Orlando Acevedo y Marina Montoya, se sumaba el hecho de
que el jefe del cartel de Medellín avanzaba en una negociación secreta que lo
beneficiaba ampliamente.
Al comenzar 1991, el gobierno ya había expedido los decretos 2047 y 3030
que claramente buscaban la entrega del delincuente a cambio de concederle
amplias garantías judiciales, incluida la no extradición. En los siguientes meses
serían expedidos otros dos, hechos a la medida del narcotraficante, que hacía
llegar sus exigencias a través de uno de sus abogados.
El panorama era aún más difícil para quienes teníamos la misión de cazar al
capo porque a comienzos de febrero empezaría sesiones la Asamblea Nacional
Constituyente elegida en diciembre anterior y que se encargaría de cambiar la
vieja Constitución de 1986. Por información de inteligencia recopilada en
diversas fuentes, en el Bloque de Búsqueda sabíamos que Escobar había
invertido al menos cinco millones de dólares en financiar la campaña de varios
de los candidatos a la Constituyente. El objetivo final del narcotraficante era que
los asambleístas eliminaran la extradición de manera definitiva de nuestro
ordenamiento jurídico.
En otras palabras, Pablo Escobar tenía la sartén por el mango: un puñado de
valiosos secuestrados, un gobierno dispuesto a otorgarle todo para frenar la
oleada terrorista y una Asamblea Constituyente constreñida para legislar
libremente.
Con todo, el 21 de enero logramos asestarle un fuerte golpe a la estructura
militar de Escobar. En dos operaciones simultáneas en el barrio Conquistadores
de Medellín y en la vereda Cabecera del municipio de Rionegro, patrullas del
Bloque de Búsqueda apoyadas por cerca de 200 policías lograron abatir a los
hermanos David Ricardo y Armando Prisco Lopera, a su primo, Jesús Osorio
Valencia y a los guardaespaldas Rodolfo de Jesús Rivas y Héctor Darío Molina
Pérez. Todos pertenecían a la temible banda de ‘los Priscos’, parte importante
del brazo armado de Pablo Escobar.
La operación contra esa banda delincuencial inició en los primeros días de
enero, cuando detectamos los movimientos de David Ricardo Prisco y lo
seguimos de cerca por varios días. Cuando tuvimos la certeza de que en la
vivienda y en la finca que allanaríamos no había ningún secuestrado, pedimos
autorización del alto mando.
Con la muerte de David Prisco nos quitamos un gran problema de encima. Él
provenía de una familia con profundo arraigo religioso y asistía cada semana a la
Iglesia de San Cayetano en el barrio Aranjuez en Medellín. Lo curioso es que
mientras él entraba a rezar, afuera lo esperaban sus cinco guardaespaldas
armados hasta los dientes.
El país respiró aliviado con este nuevo y contundente golpe a las entrañas de
Escobar. Pero cuatro días después, el 25 de enero, habría de ocurrir una tragedia
que cambiaría el rumbo de la confrontación y que daría una mayor ventaja al jefe
del cartel de Medellín.
Me refiero a la muerte de la periodista Diana Turbay. Como se sabe, el 30 de
agosto de 1990, la directora del noticiero
Cripton
y de la revista
Hoy x Hoy
partió de Bogotá a una misión periodística con la editora Azucena Liévano, el
redactor Juan Vitta, los camarógrafos Richard Becerra y Orlando Acevedo, y el
periodista Alemán Hero Buss. Pero la hija del expresidente Julio César Turbay
no alcanzó a intuir que había sido engañada porque creyó que iría al nororiente
del país a entrevistar a alias ‘Gabino’, uno de los comandantes del grupo
guerrillero ELN, pero en realidad había sido víctima de una celada de Pablo
Escobar.
El infortunado asesinato de la periodista fue el desenlace de una macabra
estrategia ideada por la mente enferma de Pablo Escobar para desprestigiar al
Bloque de Búsqueda y conmocionar al país.
El delincuente hizo llegar información que nosotros calificamos como
confiable y señalaba claramente que él estaba oculto en una finca de la vereda
Sabanetas, del vecino municipio de Copacabana. Luego de evaluar los datos, de
verificar las fuentes y de confirmar la existencia del sitio, pedí autorización a los
altos mandos de la Policía y a los comandantes del Bloque de Búsqueda. La luz
verde llegó muy rápidamente y acordamos iniciar la operación en la mañana del
viernes 25 de enero. El ataque al lugar donde supuestamente estaría el capo se
desarrollaría por aire y tierra. Cuatro patrullas bajarían por la ladera de la
montaña y asaltarían la finca desde varios flancos. Al frente de uno de los grupos
estaba el entonces capitán Humberto Guatibonza —al cierre de este libro,
general y comandante de la Policía de Bogotá—, quien tenía la tarea de asaltar la
casa principal de la finca, donde supuestamente estaba Escobar. Dos helicópteros
artillados escoltaban las patrullas a corta distancia.
Desafortunadamente, la primera patrulla fue detectada por hombres armados
que empezaron a disparar. Sin saber qué estaba pasando, la segunda patrulla que
bajaba por el costado derecho de la finca observó que otros individuos también
armados sacaban a una mujer y un hombre de una casa y los llevaban hacia la
zona montañosa. La patrulla liderada por Guatibonza no alcanzó a llegar a la
casa principal porque el tiroteo empezó muy atrás. En ese momento quienes
participaban en el operativo se dieron cuenta de que no estaban chocando con la
escolta de Escobar, sino con los secuestradores de los periodistas.
Al cabo de quince minutos de persecución por la zona montañosa aledaña a la
finca y cuando los policías estaban encima, uno de los secuestradores le disparó
por la espalda a Diana Turbay con una subametralladora calibre nueve
milímetros. Ella recibió tres impactos: uno en la columna vertebral, otro en el
hígado y uno más en un pulmón. Según nos dijeron los médicos, no quedó
gravemente herida, pero la topografía del terreno y las dificultades para sacarla
del lugar hicieron que perdiera mucha sangre. En la acción fueron abatidos tres
de los secuestradores, Anderson Muñoz Cadavid, Freidel García López y Diego
Mauricio Lopera, este último primo de ‘los Priscos’, abatidos pocos días atrás.
La sorpresiva muerte de la conocida periodista y la dura reacción de la familia
Turbay contra el Gobierno por el desarrollo del operativo representaron un duro
golpe al prestigio del Bloque de Búsqueda, que de una u otra manera ya se había
apuntado varios éxitos contra Escobar. Las bajas del ‘Mexicano’, ‘Pinina’,
Gustavo Gaviria, ‘los Priscos’ y otros sicarios de menor calado pasaron muy
pronto al olvido de un país aterrorizado por las bombas y los asesinatos
selectivos.
Como era de esperarse, el gobierno y los altos mandos la emprendieron contra
nosotros y nos calificaron de incompetentes. La recriminación se centró en las
fallas de nosotros, los encargados de la inteligencia. Sin embargo, mi coronel
Martínez Poveda hizo una larga explicación de lo sucedido desde el momento en
que llegó la primera información y logró convencerlos de que el Bloque de
Búsqueda había caído en una trampa y Escobar se había salido con la suya
porque era muy sagaz. Sobre las fallas de la inteligencia, mi coronel aseguró que
nosotros hicimos todas las verificaciones posibles antes de solicitar autorización
para desplegar el operativo.
Al final del tortuoso proceso de aclarar lo sucedido, los generales Vargas y
Guzmán —comandantes del Bloque de Búsqueda por el Ejército y la Policía—
nos ordenaron dar las explicaciones a que hubiera lugar pero siempre dejando de
presente que quienes participamos en el fallido operativo estábamos cumpliendo
con el deber.
La dolorosa muerte de Diana Turbay derivó en una notoria falta de confianza
en el Bloque de Búsqueda y en el vertiginoso proceso de sometimiento a la
justicia de Pablo Escobar. En las siguientes semanas el país estaría pendiente de
los intensos contactos entre el padre Rafael García Herreros y el delincuente,
oficializados por el sacerdote el 21 de abril en su programa de televisión
El
minuto de Dios.
Esa noche, el religioso anunció que se había reunido con Pablo Escobar y que
este se había mostrado dispuesto a someterse a la Justicia con los principales
hombres de su organización, a cambio de condiciones especiales de reclusión y
seguridad y amplias garantías procesales. Recuerdo que la noticia nos cayó como
un baldado de agua fría y yo solo atiné a comentarles a algunos oficiales:
“Estamos derrotados. Pablo Escobar ganó, el país perdió”.
En efecto, los hechos se producían vertiginosamente: el capo avanzaba en la
construcción de la ‘cárcel’ La Catedral, el vistoso lugar en Envigado donde se
recluiría, comprado y adecuado por él, y el gobierno le daba garantías plenas de
que no lo extraditaría.
Finalmente, Escobar no necesitaría decretos que lo salvaran de la extradición
porque el 19 de junio de 1991 la Asamblea Constituyente habría de eliminar esa
figura de la nueva Constitución Nacional. Una vez estuvo seguro de la votación,
el capo se entregó.
Con Escobar recluido en un lugar seguro, el país entró en una especie de
calma ‘chicha’. Se creía que el narcoterrorismo se había acabado y que la guerra
entre los carteles no tenía razón de ser. El Bloque de Búsqueda pasó rápidamente
al olvido y muy pronto recibimos la notificación del gobierno de que gran parte
de los oficiales que lo conformábamos saldríamos de Medellín. En las siguientes
horas, los capitanes Santoyo, Pinzón, Rincón, Restrepo y Guatibonza, y los
coroneles Castro y Gantiba fueron trasladados a la Dijín en Bogotá y a la Sijín
en varias ciudades, al tiempo que quienes habíamos desempeñado los más altos
cargos fuimos notificados de que salíamos para el exterior. Mi coronel Martínez
Poveda fue enviado a España y los mayores Danilo González y yo debimos
organizar un viaje a Buenos Aires, donde trabajaríamos en la embajada de
Colombia como agregados de Policía y tendríamos la oportunidad de estudiar en
alguna universidad.
En julio de 1991 quedaban muy pocos oficiales al frente del Bloque de
Búsqueda en Medellín. Y aunque no se podría decir que el grupo especial fue
desmantelado, en la Escuela Carlos Holguín quedaron los coroneles Lino Pinzón
y Misael Murcia y los mayores Orlando Riaño y Julio César Rodríguez. Su
misión: hacer inteligencia. Nada de operaciones.
Aun cuando me costó trabajo desprenderme de la cotidianidad de los últimos
meses, cuando perseguir a Pablo Escobar era una tarea de veinticuatro horas, con
el paso de las semanas asumí el nuevo rol en el hermoso país al que nos habían
enviado, aunque sin fecha de regreso. De todas maneras logramos mantener en
forma esporádica la conexión con algunos de los oficiales del Bloque de
Búsqueda en Medellín, pese a que en aquella época los medios para comunicarse
no eran tan expeditos como ahora.
Los reportes que recibíamos en nuestras llamadas a Medellín eran
desalentadores en el sentido de que pocas semanas después de estar instalado en
La Catedral, Escobar había empezado a reacomodar sus fuerzas y a reactivar
algunas rutas del narcotráfico.
La primera señal de que el delincuente incumpliría los pactos con el Gobierno
se produjo el 20 de julio de 1991, un mes después de su sometimiento, cuando
en una audaz acción un grupo de sicarios encabezado por alias ‘la Garza’ asesinó
en Puerto Boyacá a su ahora archienemigo Henry Pérez, jefe de las autodefensas
del Magdalena Medio. El atentado se produjo cuando Pérez encabezaba la
procesión del día de la Virgen del Carmen. En la balacera también perdieron la
vida cinco niños y un guardaespaldas.
Los informes que recibíamos esporádicamente en Buenos Aires provenientes
de nuestros subalternos en Medellín eran escalofriantes. Escobar había
aprovechado la tranquilidad de su encierro para montar una nueva y más letal
maquinaria de guerra. Personajes de la vida nacional se peleaban por visitarlo y
se hizo célebre un camión de doble fondo en la carrocería que utilizaba para
ocultar a matones, narcotraficantes y hasta reinas de belleza que buscaban
hablar, hacer negocios o pasar un rato con él. La extorsión a empresarios y a
narcotraficantes de todos los carteles se volvió pan de cada día.
No obstante, el enorme poder que habría de alcanzar de nuevo lo llevaría a
cometer un grave error: asesinar a sus socios más cercanos en el negocio del
narcotráfico. Sucedió a mediados de julio de 1992, cuando el país ya conocía las
andanzas del capo y el gobierno intentaba mantener un control ficticio sobre las
inmediaciones de La Catedral. Según se supo, Escobar ordenó que los
narcotraficantes Fernando Galeano y Gerardo, ‘Kiko’ Moncada, fueran a hablar
con él para que le explicaran por qué tenían escondidos 30 millones de dólares
en una caleta pese a que días atrás le habían dicho que no tenían dinero para
entregarle, como les exigía todos los meses. Enfurecido, Escobar ordenó asesinar
y desaparecer los cuerpos de sus antiguos socios y compinches.
La comprobación de que el horrendo crimen de Moncada y Galeano ocurrió
en La Catedral llenó la copa y forzó al gobierno a ordenar el traslado del capo y
sus hombres a una guarnición militar. El operativo fue un desastre y Escobar y
sus secuaces escaparon. Era el 21 de julio de 1992.
Pese a su reconocida sagacidad y capacidad de manipulación, Pablo Escobar
nunca midió las consecuencias de haber ordenado los crímenes de Moncada y
Galeano, que se convertirían en el segundo gran error de su vida. El primero fue
incursionar en la política, porque quedó en evidencia que era un narcotraficante.
El segundo fue eliminar a sus socios, porque los demás ya no tuvieron duda de
que en algún momento ordenaría asesinarlos también.
Escobar se fugó de La Catedral y a su paso dejó un enorme escándalo. Pero
también una amplia lista de enemigos: los Castaño, los Moncada, los Galeano,
los demás mafiosos del cartel de Medellín y los poderosos capos del cartel de
Cali.
En su infinita prepotencia, Escobar jamás llegó a imaginar que el día de su
fuga empezaría su cuenta regresiva. Ya no tenía marcha atrás. La cacería estaba a

punto de empezar de nuevo. Y yo estaba listó.



                                         CAPÍTULO 8
                 De regreso al Bloque de Búsqueda


Buenos Aires es una ciudad de rancio estilo europeo. Durante dos años hice mi
mejor esfuerzo y logré convivir con la petulancia de los argentinos. Fue un
periodo apacible en el que descansé, estudié y gocé de las mieles de la vida
diplomática. También fue una época de crisis económica que los gauchos
lograban sobrellevar con paciencia y orgullo. No es bueno comparar, pero las
condiciones de seguridad de ese país eran bien distintas a las que vivía
Colombia.
Por eso no tuve otra opción que resignarme aquel 23 de julio de 1992, cuando
recibí la llamada de mi general Miguel Antonio Gómez Padilla y me pasó al
presidente César Gaviria. En una muy corta conversación, el mandatario dijo que
necesitaba que regresara cuanto antes porque se me requería en Medellín para
reincorporarme al Bloque de Búsqueda. Pablo Escobar y sus principales
lugartenientes acababan de fugarse de La Catedral y debíamos reiniciar la
persecución.
Como relaté en el primer capítulo de este libro, el mayor Danilo González y
yo habíamos viajado a Buenos Aires en julio de 1991, después de que el
gobierno relevó a una veintena de oficiales del Bloque de Búsqueda una vez
Pablo Escobar se entregó a la justicia y se recluyó en la ‘cárcel’ La Catedral.
Ahora, un año después, me ordenaban regresar, pero afortunadamente mi general
Gómez nos había autorizado permanecer en Argentina hasta enero de 1993,
mientras terminábamos los estudios de criminalística que empezamos una vez
arribamos al país austral.
En efecto, en la tercera semana de enero y una vez recibimos el acta de grado,
tomamos el vuelo a Colombia. La incertidumbre que tenía era muy grande y no
puedo negar que me agobiaba la idea de estar de nuevo en Medellín, con Pablo
Escobar haciendo de las suyas. Recordé los reportes que empecé a recibir de
oficiales del Bloque de Búsqueda en la capital de Antioquia desde cuando el
capo escapó, y eran desoladores. Entre agosto de 1992 y enero de 1993, en
Medellín y Bogotá habían estallado cinco potentes carros bomba que mataron a
veintinueve personas y dejaron a doscientas heridas. Además, habían sido
asesinados una juez y más de cincuenta miembros de la Policía, entre agentes,
oficiales e investigadores encubiertos.
En ese lapso, el aparato criminal de Escobar había sufrido tres duros golpes en
operaciones del Bloque de Búsqueda: fueron abatidos Jaime Eduardo Rueda
Rocha, uno de los autores materiales del magnicidio de Luis Carlos Galán;
Jhonny Rivera Acosta, alias ‘el Palomo’, y Brances Muñoz Mosquera, alias
‘Tyson’.
Respecto de la muerte de ‘Tyson’, me parece pertinente contar cómo se
produjo esa operación contra este delincuente, que en ese momento era jefe
militar de Escobar.
A mediados de octubre de 1992 me llamaron desde Medellín y me dijeron que
a la sede del Bloque de Búsqueda había llegado un informante que decía tener
datos precisos sobre la localización de ‘Tyson’ pero solo me la daría a mí. Como
el desconocido no aceptaba hablar con nadie más, forzosamente tuve que
regresar a Colombia por algunos días.
Llegué al Bloque de Búsqueda y el desconfiado informante me llevó donde un
niño de diez años que se hacía llamar Néstor y lo interrogué inmediatamente.
Aunque no era fácil hablar con el pequeño porque era precoz, inteligente y
avispado, nos facilitó las cosas porque llevaba un afiche de esos que
publicábamos frecuentemente con las fotos de los terroristas que trabajaban para
Pablo Escobar. En vista de nuestro escepticismo, el niño se animó y dijo:
—Donde yo vivo, la calle es ciega y me quedo hasta las once de la noche
jugando banquitas con mis amigos y a la casa del frente llegan unos tipos con
ponchos y uno de ellos es igual al de esta foto.
Tomé el afiche y en efecto el hombre de la foto era ‘Tyson’. El pequeño siguió
hablando.
—Ustedes los policías son muy torcidos, pero voy a confiar en usted,
bigotudo, ¿cómo es que se llama?
—Mayor Aguilar.
—Bueno, don Aguilar, me pagan la recompensa de los doscientos millones y
no me vayan a robar. Deme un teléfono y yo los llamo.
—¿Tiene la dirección? —indagué.
—Claro, tómela.
Me entregó un papelito y volví a preguntar:
—Néstor, mire bien cómo llega el tipo, cuántos son, en qué carros.
—Yo sé: en cinco toyotas, pero cuando lo dejan él se queda solo y los otros se
van. Al día siguiente lo recogen a distintas horas.
—Me llama a este teléfono cuando los vea.
—Bigotón, ojo que la llamada es tarde.
—Nesticor, ¿usted con quién vive?
—Con mi mamá, pero ella no se da cuenta, el teléfono lo tengo en mi pieza y
yo veo todo por la ventana con la luz apagada.
—Bueno, pingo, trato hecho.
—Pingo, no.
—Bueno, don Néstor, jeje, no se vaya a equivocar.
—¡Cuidado me roban!
Con la dirección a la mano hicimos varias rondas de reconocimiento en un
barrio residencial de Envigado y concluimos que debíamos entrar con carros
blindados porque los grupos de asalto no tenían cómo atrincherarse y el sicario
era muy peligroso, pese a que andaba con la Biblia debajo del brazo.
Dos días después, Néstor llamó a las doce de la noche e indicó que ‘Tyson’
había llegado y ya estaba solo. Inmediatamente montamos el operativo y a la una
de la madrugada salieron las patrullas, encabezadas por el mayor Danilo
González Gil. Yo no fui. En efecto, cuando escuchó el ruido de vehículos y la
llegada de hombres armados, el terrorista abrió fuego y saltó por una ventana de
la parte posterior de la casa, con tan mala suerte que esa parte estaba cubierta por
policías, que respondieron y lo dieron de baja.
Al día siguiente llamé a Néstor y le pedí que fuera al Bloque de Búsqueda.
Una vez allí, habló en tono hostil.
—Mi recompensa, ¿o se la van a robar?
—Tranquilo, Néstor, respete que no somos ladrones.
—¿Dónde está su mamá?
—En la casa frente a donde mataron a ese tipo.
La localizamos y era una señora muy humilde, que trabajaba en una casa de
familia. La acompañamos a sacar las pocas cosas de valor y con la DEA le
organizamos una nueva vida en otro lugar de Colombia. Compró una casa
amoblada, montó un negocio y el resto del dinero lo puso a ganar intereses en un
banco. Así terminó la historia de ‘Tyson’ y nació una nueva vida para una
familia que creyó en sus autoridades. Era el 29 de octubre de 1992.
Regresé a Buenos Aires y hasta ese momento las bajas, por sensibles que
fuesen, no representaban gran problema para Escobar, que mantenía a su lado un
pequeño ejército de sicarios en renovación permanente. Pero esa ecuación habría
de cambiar muy pronto.
* * *
Como relaté en el primer capítulo, mis hijos se mostraron muy angustiados por
mi regreso a Medellín a reorganizar nuevamente el Bloque de Búsqueda. Pero no
había nada que hacer. Luego de una triste despedida de mi familia, con mi
coronel Hugo Martínez —quien acababa de regresar de España— y el mayor
Danilo González, llegamos a la Escuela Carlos Holguín en la segunda semana de
enero de 1993 y en una forma rápida nos actualizamos e iniciamos un análisis de
cómo habíamos operado antes de la entrega de Pablo Escobar. Era claro que
debíamos cambiar la estrategia porque en la primera etapa de la persecución nos
concentramos exclusivamente en atacar su aparato militar. Esta vez la clave era
arremeter muy duro contra su aparato sicarial, pero también minar sus finanzas y
reducir al máximo sus contactos con políticos y abogados.
En una de esas intensas charlas que sosteníamos los recién llegados con los
oficiales del Bloque de Búsqueda, surgió un tema que tenía muy preocupado al
alto mando de la Policía: la guerra que desde julio de 1992 enfrentaba a Escobar
con los Castaño, los Moncada, los Galeano y el cartel de Cali, que en cuestión de
cinco meses produjeron decenas de muertes de lado y lado. Pero lo más grave
era que el jefe del cartel de Medellín había empezado a culpar públicamente a la
Dijín, la inteligencia de la Policía, de estar aliada con los grupos que lo
enfrentaban. Las
vendettas
entre esos criminales cobraban muchas más vidas los
fines de semana y por eso los mandos ordenaron acuartelar todo el Bloque de
Búsqueda durante un buen tiempo. Entonces los señalamientos de Escobar
empezaron a concentrarse en Rojo uno y Rojo dos, es decir, en mi coronel
Martínez Poveda y yo, quienes usábamos esas identificaciones en clave cuando
salíamos a operar contra el capo. La furia del narcotraficante contra nosotros
llegó al extremo de que un día lanzó una fuerte amenaza: “Estas gonorreas del
Bloque de Búsqueda y del gobierno están confundiendo la decencia con la
güevonada; esperen lo que les viene encima”.
En efecto, el capo no tardó en lanzar un ultimátum contra nuestras familias y
en mi caso ordenó el asesinato del agente Londoño, uno de los escoltas de mis
hijos, quien fue baleado cuando entraba a su casa después de dejarlos en la mía;
pero también insistió en señalar a los Galán, a los Cano, y los diarios
El Tiempo,
Vanguardia Liberal
y la revista
Semana.
Del diario de los Santos dijo que iba a
volar el edificio del periódico con una avioneta que estrellaría un piloto
kamikaze.
La situación era más que preocupante y por eso nos reunimos una vez más
todos los oficiales de inteligencia del Bloque de Búsqueda para buscar la manera
de desmentir las acusaciones que nos hacía Escobar. Buscamos varias fórmulas
pero todas caían al vacío porque sabíamos que la opinión pública no nos iba a
creer.
En esas estábamos cuando reparé en la marca de
jean
que usaba el agente de
la Policía que en ese momento servía tinto: Pepe.
—¡Miren! Ahí está la solución. A esa sigla, Pepe, agreguémosle una ‘S’ y
queda ‘Pepes’, Perseguidos por Pablo Escobar.
Así, por increíble que parezca, surgió la palabra que identificaría a quienes
osaban enfrentar a sangre y fuego el poder de Escobar. Sé que en alguna
entrevista el narcoterrorista Fidel Castaño sostuvo que él ideó la palabra ‘Pepes’,
pero no es así.
A los oficiales que ese día escucharon mi propuesta les pareció bien y
entonces acordamos que en adelante cada vez que los enemigos de Escobar
cometieran un crimen o un atentado, pondríamos un papelito en el que se lo
atribuían los Pepes. De esa tarea quedó encargada la unidad de levantamiento de
cadáveres de la Sijín de la Policía Metropolitana de Medellín, a la que pedimos
ayuda.
La verdad es que la situación era desesperada. Y ese desespero llevó al mayor
Danilo González a cometer un acto irresponsable: armó un carro bomba y lo
hizo estallar cerca del edificio donde vivían la esposa, la mamá y los dos hijos
del capo. El episodio es fácil de recordar porque el hombre que activó los
explosivos permitió que el vigilante saliera de la caseta antes de que el vehículo
estallara. Ese atentado fue ejecutado por tres policías que años después caerían
asesinados en diversas circunstancias: el mayor González, el sargento Guerrero
Pasichana, experto en explosivos, y el agente Armando Murcia. Ellos no
consultaron con nadie lo que iban a hacer, fue una decisión personal.
La convulsión y zozobra que se vivía por aquellos días en el país, pero
especialmente en Medellín y Bogotá, fueron el caldo de cultivo propicio para el
reinicio de la guerra. El propio Escobar nos notificaría que la confrontación sería
sin cuartel porque una vez se enteró de que el gobierno había reactivado el
Bloque de Búsqueda y que el coronel Martínez y el mayor Aguilar estábamos de
regreso en Medellín, ordenó la ejecución de un feroz ataque terrorista en Bogotá.
Ocurrió en la tarde del sábado 30 de enero de 1993, cuando explotó un carro
bomba en la carrera novena entre las calles quince y dieciséis, en pleno corazón
de la capital. Veinticinco personas murieron y otras ochenta resultados heridas.
Al día siguiente, el capo empezaría a sufrir en carne propia las consecuencias
de poner bombas. En la madrugada fue dinamitada la casa de campo de
Hermilda Gaviria, la madre del capo, en el municipio El Peñol, en el oriente de
Antioquia. Y casi al mismo tiempo fueron activados carros bomba en los
edificios Abedules y Altos del Campestre, donde habitaban los parientes más
cercanos del capo. Estas acciones terroristas se las atribuyeron públicamente los
Pepes, que de esta manera se apropiaron de la sigla que habíamos ideado en el
Bloque de Búsqueda y que el país ya identificaba porque días antes habían
aparecido varios cadáveres en Medellín con el papelito que contenía el nombre
de ‘los Pepes’.
Esta aparición de los Pepes, con ataques directos a la familia de Escobar fue
muy mal recibida en el gobierno y los altos mandos, que la calificaron en
privado como una ofensa y una burla al Bloque de Búsqueda porque lo hacía ver
incapaz de frenar la guerra entre dos organizaciones criminales. Inmediatamente
recibimos la orden del director de la Policía de reforzar las medidas de seguridad
en Medellín e incrementar el trabajo de los grupos de inteligencia para establecer
quiénes estaban detrás de los ataques terroristas contra Escobar.
La respuesta del capo a los ataques de los Pepes y a la persecución del Bloque
de Búsqueda no se hizo esperar y dos semanas después, el 15 de febrero, ordenó
estallar otros dos carros bomba, otra vez en Bogotá, en la carrera décima con
calle 25, cerca del hotel Tequendama, y en la calle 16 entre carreras 13 y 14.
Los atentados exasperaron al presidente Gaviria y al ministro Pardo, que
empezaron a presionar al Bloque de Búsqueda porque no lográbamos localizar a
Escobar por ningún lado. Lo que había sucedido era que después de los ataques a
sus familiares, se había vuelto más sigiloso y había dejado de hablar por
radioteléfono y solo usaba teléfono normal. Había cambiado de estrategia.
Este nuevo atentado fue respondido por el gobierno con el afiche de “Se
busca”, en el que se ofrecían cinco mil millones de pesos por Escobar. A su vez,
el capo armó su propio afiche de “Se busca”, en el que ofreció cinco mil
millones por mi coronel Martínez y dos mil por mí.
Y como si se tratara de un juego de ping pong, los Pepes volvieron a atacar los
intereses de Escobar y destruyeron la finca La Manuela, bautizada así por el
capo en honor a su hija menor. Esta nueva acción desencadenó el fallido intento
de salida hacia Estados Unidos de Manuela y Juan Pablo Escobar, y de otros
familiares del narcotraficante. Desde el Bloque de Búsqueda observamos cómo
los vástagos de Escobar debieron devolverse del aeropuerto de Rionegro porque
no llevaban firmado por su padre el permiso de salida del país.
Siguiendo las instrucciones del alto mando, realizamos varias operaciones
contra los Pepes y por labores de inteligencia supimos que algunos de sus líderes
se habían replegado en otros lugares del país, en particular a Córdoba y el Valle
del Cauca.
En medio del hervidero que se vivía por aquellos días en Medellín, de repente
empezó a comunicarse de nuevo con nosotros un personaje que ya mencioné: ‘el
Fantasma’, el terrorista que hacía explotar las bombas en Medellín, cerca de los
cuarteles de la Policía. Sin que entendiéramos muy bien cuál era su juego,
empezó a llamar a las líneas telefónicas del Bloque de Búsqueda para avisar
sobre la explosión de carros bomba. La primera vez dijo: “Habla ‘el Fantasma’,
en dos minutos explota una bomba en el cuartel de la Policía del barrio Laureles;
que se abran de ahí los policías si no quieren morir”. Alcanzamos a dar la voz de
alerta y nuestros hombres se salvaron, pero la bomba explotó y hubo mucha
destrucción.
Una hora más tarde volvió a llamar: “En el parqueadero ubicado en la calle 14
con carrera octava hay una camioneta Chevrolet cargada de piña, pero tiene
quinientos kilos de dinamita. Si no llegan en quince minutos, el terrorista la va a
hacer explotar cerca a la Gobernación”. En efecto, luego de tomar todas las
medidas de seguridad ubicamos el carro bomba, como ‘el Fantasma’ decía. El
inusual informante habría de aparecer en varias ocasiones más y sus datos serían
claves para neutralizar algunos atentados.
El Bloque de Búsqueda estaba más activo que nunca y cada día tenía más y
mejor información en torno a Escobar, pero ninguna nos acercaba realmente a él.
Esa sensación de fracaso debió llegar a los altos poderes en Bogotá porque en la
primera semana de marzo el fiscal general, Gustavo de Greiff, se vino con todo
contra nosotros y dijo que el grupo especial que perseguía a Escobar era en
extremo ineficiente. La severa crítica produjo una oleada de comentarios
adversos contra el Bloque de Búsqueda en los principales medios de
comunicación, a tal punto que los generales Vargas Silva y Guzmán —
comandantes del Bloque en la Policía y el Ejército— debieron ir a Medellín a
enfrentar la crisis.
Repuestos del mal momento, intensificamos las operaciones de inteligencia y
logramos capturar a varios hombres importantes en el andamiaje terrorista de
Escobar. Se trataba de Juan Carlos Londoño Sánchez, alias ‘Juan Caca’; Luis
Fernando Acosta Mejía, alias ‘Ñangas’, y Guillermo Sossa Navarro, alias
‘Memo Bolis’.
Los intensos interrogatorios a estos tres delincuentes, encargados de armar y
detonar los carros bomba, nos llevaron días después a localizar a Mario Castaño
Molina, alias ‘el Chopo’, el jefe militar de Escobar que había reemplazado a
‘Tyson’. Ocurrió el 19 de marzo de 1993 en el edificio del Banco Comercial
Antioqueño en el corazón de Medellín. Con la muerte del ‘Chopo’, Escobar
perdió a uno de los pocos sicarios fieles a él, quizá el único que le decía Pablo y
no ‘Patrón’, y uno de los pocos que no lo dejó solo y no se reentregó a la justicia
después de la fuga de La Catedral, como sí lo hicieron otros.
De buenas fuentes confirmamos que la muerte del ‘Chopo’ afectó realmente al
capo, que empezó a darse cuenta de que en realidad se estaba quedando solo. Por
eso, Escobar volvió a desaparecer durante días y tampoco tuvimos información
sobre su familia. Era presumible que estuviesen juntos y en caletas que solo unos
pocos conocían.
Pero como Escobar era desafiante por naturaleza, un informante que vio el
aviso de “Se busca” nos trajo noticias de él. El hombre reveló que a las tres de la
tarde del cinco de abril el capo asistiría a un partido de fútbol en el barrio
Lovaina, el antiguo fortín de alias ‘Pinina’. Luego de confirmar algunos datos
suministrados por el informante ávido de ganar la recompensa, montamos una
gran operación encubierta. Pero cuando faltaba media hora, la sala de
intercepción telefónica del Bloque de Búsqueda captó una conversación:
—Dígale al señor que no vaya al sitio porque le van a caer.
—Listo, listo, dale las gracias al amigo por la información.
Obviamente, el capo no apareció y el informante que nos avisó del partido en
el barrio Lovaina respondió indignado.
—Ustedes están infiltrados —me dijo—, ahora me van a matar y van a matar
un poco de amigos míos.
Tras este nuevo fracaso, los mandos del Bloque de Búsqueda nos reunimos
para examinar lo ocurrido y concluimos con rabia que alguien dentro de la
Escuela Carlos Holguín trabajaba para Pablo Escobar.
La desesperación habría de regresar al Bloque de Búsqueda el jueves 15 de
abril de 1993, cuando los terroristas hicieron explotar un carro bomba con 150
kilos de dinamita en la concurrida calle 93 con carrera 15 de Bogotá, frente a un
exclusivo centro comercial. Ocho personas murieron y 250 resultaron heridas.
Las dramáticas escenas del lugar, donde quedaron destruidos cerca de cien
locales, causaron indignación e impotencia porque daba la sensación de que
Escobar se saldría con la suya y arrodillaría de nuevo al Estado. Nosotros
sentíamos la misma rabia pero estábamos obligados a continuar la cacería.
De manera inesperada y mientras intentábamos golpear a Escobar y a los
pocos hombres que le quedaban, ‘el Fantasma’ volvió a aparecer y nos
suministró información que permitió desactivar un carro bomba debajo de un
puente en Medellín, así como un petardo de gran poder en un cuartel de Policía.
Pero esa ayuda no sería suficiente porque a mediados de mayo Escobar hizo
detonar otro carro bomba en Bogotá, esta vez en la autopista con calle 100 de
Bogotá, no lejos de un edificio blindado donde vivían varios generales de la
Policía. Aunque por fortuna no hubo muertos, fueron muchos los daños
materiales. Ese día vi llorar a varios generales, entre ellos a mi general Luis
Enrique Montenegro.
En medio de semejante zozobra, en una llamada al Bloque de Búsqueda, ‘el
Fantasma’ nos alertó porque Escobar había ordenado asesinar a los oficiales
retirados de la Fuerza Pública que vivieran en el Valle de Aburrá porque los
consideraba delatores que nos llevaban información. En principio no le creímos,
pero días después fue baleado un mayor del Ejército en retiro.
A propósito de ese crimen, ‘el Fantasma’ llamó de nuevo y yo contesté.
—Mire que yo digo la verdad.
—¿Por qué hace esto?
—Porque no me gusta que maten a los hombres de la Fuerza Pública, tengo
empatía por ellos.
—Usted es un barón, muy barón.
—Claro que sí, y las tengo bien puestas.
—Sí, pero para asesinar gente inocente.
—Tengo que mostrarle finura al ‘Patrón’.
—Como usted es un barón y yo también, soy el mayor Aguilar deme la cara.
—No, usted es una gonorrea, usted es una hiena, si yo le doy la cara, usted me
captura o me mata.
—¡No! Solo tendremos una entrevista, yo voy solo; pero el vehículo en que
voy es un carro bomba con quinientos kilos de dinamita y si usted intenta algo
contra mí, nos morimos todos.
—Vale pues.
—Ponga usted la fecha y el sitio.
La conversación fue larga y logramos triangular la llamada y ubicar el sitio
desde donde llamaba ‘el Fantasma’, pero evitamos hacer el operativo para
capturarlo porque creímos lograr una información valiosa si yo me encontraba
con él.
Llamó de nuevo y me puso cita en un sitio en el centro de Medellín. Luego de
examinar el lugar desde la distancia llegué a la dirección que me dio y estacioné
el carro. Ahí estaban dos tipos raros y uno de ellos se dirigió a mí.
—¿Usted es el mayor Aguilar?
—Sí.
—¿Lo podemos requisar?
—Para nada, traigo este control remoto de este carro bomba y si intentan algo
contra mí hago estallar la bomba.
—No, no, tranquilo, siga que lo espera el señor.
—¿Quién, ‘el Fantasma’?
—Sí, señor.
Entré y subí al segundo piso de un pequeño edificio y me encontré con otros
dos hombres con subametralladoras M-P5.
—¿Viene armado?
—No, solo trae un control remoto para estallar el carro bomba que está
estacionado en la puerta —respondió el desconocido que me recibió antes de
entrar.
—¡Cuidado, hombre, con eso no se juega!
—Ese fue el acuerdo con ‘el Fantasma’.
Me hicieron seguir a otra oficina y oh sorpresa: era Carlos Castaño. Teníamos
fotos de él, pero imaginaba un hombre alto y fornido y resultó ser una miniatura
de hombre y muy flaco.
Con su voz ronca me dijo:
—Qué hubo pues, mayor, usted es un barón.
—Le recuerdo que está un carro bomba en la puerta.
—Tranquilo, yo soy de palabra.
Dialogamos por largo rato. Me explicó que ya no confiaba en Pablo Escobar
porque le había asesinado a dos amigos y a un comandante de las autodefensas y
presumía que iba a hacer lo mismo con muchas personas más, incluidos él y su
hermano Fidel. Me pidió que le ayudara a hacer un contacto con la DEA porque
una vez aislado de Escobar se retiraría hacia las montañas de Córdoba a
continuar la guerra que le había declarado a la guerrilla. Luego me entregó datos
sobre los sitios donde ocultaban dinamita y armamento, que resultaron positivos.
Finalmente, sobre el paradero de Escobar dijo que no tenía información alguna.
Días después supe que Castaño se reunió con agentes de la DEA y la CIA en
Medellín, pero no pregunté detalles de lo que charlaron. De ‘el Fantasma’,
Carlos Castaño, debo decir que después de esa cita conmigo desapareció y no
volvimos a saber de él.
Castaño tenía razón cuando dijo que no sabía nada de Escobar. Nosotros
tampoco y llevaba varios días sin comunicarse; pero volvió a hacerlo por
radioteléfono y mediante los equipos de triangulación logramos rastrear la
llamada en una zona rural de Frontino, en el occidente de Antioquia. Una vez
más, organizamos un gran operativo con más de quinientos hombres,
helicópteros artillados y tanquetas blindadas, pero el capo detectó nuestros
movimientos y cuando llegamos se acababa de ir y por eso nos enfrentamos a
tres de sus escoltas y los dimos de baja. En el lugar hallamos documentos y
libretas con datos importantes.
El análisis de los elementos incautados nos llevó a ubicar de nuevo a Escobar
en inmediaciones del municipio de Itagüí. Pero el operativo fracasó una vez más.
Se había ido. Cerca de allí vivía un oficial retirado de la Fuerza Aérea y a través
de una llamada interceptada escuchamos que Escobar lo señaló de haber
informado al Bloque de Búsqueda y de paso reiteró su orden de asesinar a los
oficiales retirados de la Fuerza Pública. “Esas gonorreas de generales, coroneles,
mayores que hoy gozan de pensión y tienen plata son unos sapos denle viaje a
todos, pero no toquen a las esposas y a los hijos”, dijo en la conversación con
uno de sus hombres.
Para prevenir un nuevo baño de sangre nos propusimos avisarles a los
retirados para que salieran de la zona mientras se calmaban las aguas. Algunos
se fueron y se salvaron, pero los que no creyeron fueron ultimados.
Las informaciones de inteligencia nos indicaban que Pablo Escobar empezaba
a afrontar serios problemas económicos porque la persecución le impedía traficar
y los costos de mantenerse oculto y pelear al mismo le resultaban muy elevados.
Entonces recurrió a la vieja práctica de extorsionar: el que no pagaba se moría.
Un día supimos que Escobar seguía rondando a la familia Ochoa. La tenía
acorralada. Jorge Luis Ochoa, su antiguo socio, estaba en la cárcel y los demás
hermanos y su padre le huían porque ellos querían la paz, pero Escobar siempre
les mandaba a pedir dinero para la guerra y les echaba en cara el rescate de su
hermana Martha Nieves.
Entre tanto, Escobar aplicó nuevamente la estrategia del silencio y no volvió a
hablar por teléfono ni radioteléfono. También modificó sus esquemas de
seguridad y empezó a enviar mensajeros para comunicarse con sus hombres y
con sus abogados o para buscar dinero. Ya en ese momento habíamos
confirmado que el capo y su familia seguían juntos pues era la única manera de
mantener ciertos márgenes de seguridad pues el Bloque de Búsqueda de un lado
y del otro los Pepes, le tenían pisados los talones.
La continua intercepción de teléfonos nos dio una prometedora pista. Una
línea ‘chuzada’ nos llevó a una conversación de dos mujeres, una de las cuales
resultó ser Luz Marina Escobar, hermana del capo, quien hablaba con un señor
de Bogotá llamado Pedro y le cobraba de muy mala manera cinco millones de
dólares que le debía a su hermano. De inmediato ubicamos al deudor en Bogotá
y muy asustado se comprometió a colaborar. Según el plan, las siguientes
conversaciones telefónicas con Marina Escobar las sostendría yo con la idea de
obtener datos que nos permitieran llegar al escondite del capo.
La estrategia funcionó y al cabo de varias charlas en las que imité la voz de
Pedro, Luz Marina aceptó una primera cita en el centro comercial Las Palmas,
en la que llevaría dos de los cinco millones de dólares que debía. Así ocurrió y
yo fui con un maletín porque tenía cierto parecido con el acreedor de la deuda. A
cambio de dólares llevaba papel. Así conocí a Marina Escobar, pero obviamente
la mujer se dio cuenta del cambiazo y se esfumó. El rastro de Escobar se había
perdido otra vez.
Después de este fallido plan, cierta mañana el mayor González solicitó una
reunión de urgencia con los agentes de la DEA y la CIA que trabajaban con
nosotros en el Bloque de Búsqueda y señaló que había llegado un hombre de
confianza de los Moncada y los Galeano y que tenía información valiosa. Luego
de evaluar la importancia del tema, González fue autorizado a recibir al
desconocido con la DEA y conmigo. El día de la cita observé la llegada de un
hombre cojo, con una prótesis, desfigurado, quien se reunió por dos horas con
nosotros y nos suministró información sobre la localización de varias caletas con
armas y explosivos. Al final del encuentro, no aguantamos las ganas de saber y
le preguntamos quién era.
—Soy Diego Fernando Murillo, conductor de los Moncada y fui víctima de un
atentado de Pablo Escobar que me dejó así.
El misterioso hombre se fue y de inmediato realizamos varias operaciones, en
las que encontramos el material que nos indicó. Nada más.
Sobre este hombre debo decir que jamás dio datos para encontrar a Pablo
Escobar. A raíz de la reunión con nosotros siempre se dijo que Diego Murillo fue
informante del Bloque de Búsqueda. Claro que sí, fue informante pero no hizo
parte de los Pepes porque era una persona en condición de discapacidad. Años
después habría de aparecer públicamente como el flamante jefe paramilitar alias
‘Don Berna’, comandante de autodefensas, amigo de los Castaño.
Entre tanto, la persecución contra Escobar continuaba sin descanso y la DEA
había modernizado los equipos de escaneo y triangulación y puso al servicio de
la búsqueda un sofisticado avión fantasma. Sin embargo, durante un par de
meses el silencio fue rotundo y solo se tomaban fotografías desde la aeronave,
que sobrevolaba permanentemente los cielos de Antioquia. Al mismo tiempo,
realizábamos allanamientos por áreas y por precaución desplazamos dos grupos
de asalto a la hacienda Nápoles, al mando del coronel Misael Murcia. Sabíamos
que Escobar siempre regresaba a ese lugar, el más preciado para él.
Los policías destacados en la hacienda Nápoles se daban la gran vida pues
comían excelente carne de ganado certificado, propiedad del capo. Pero cuando
se les vino encima una investigación, les tocó correr a conseguir ganado criollo
para remplazar el que habían sacrificado. Así se salvaron de la Procuraduría y la
Fiscalía.
Aunque no hablaran, manteníamos ubicados a los integrantes de la familia de
Escobar. El silencio los obligaba a utilizar mensajeros y por eso nos
concentramos en interceptarlos, para que nos entregaran la información que
llevaban. Con frecuencia obteníamos datos que daban lugar a operaciones que yo
planeaba, pero en una ocasión, cuando íbamos para el lugar donde
supuestamente se ocultaba Escobar, escuchamos una voz femenina por el
escáner:
—Setenta, setenta.
—Siga, siga. Mire, le habla el cirilí.
—Sí, diga.
—Dígale así: que le van a caer al ‘señor’.
Cuando arribamos al sitio del objetivo, Pablo había huido hacía poco. Y así
sucedió en varias ocasiones. De esta manera comprobamos que Escobar nos
había infiltrado con un auxiliar de Policía que tenía una oficina cerca de la
Escuela Carlos Holguín, manejada por una muchacha. Ella recibía la
información por muecas o señas que le hacía el auxiliar. Cuando vieron que los
habíamos descubierto, la joven mujer alcanzó a huir pero él fue detenido y
llevado a interrogatorio, pero sin una autoridad competente que respaldara la
diligencia. Como estaban incurriendo en una clara irregularidad procesal, los
funcionarios hicieron un receso para buscar un delegado de la Policía Judicial,
pero justo en ese momento el auxiliar escapó y nunca más supimos de él.
Una vez investigamos el asunto, encontramos que ese policía había hecho
mucho daño porque le contaba al capo sobre los lugares donde realizaríamos los
retenes. Por él fracasaban las operaciones. Para blindar nuevamente el Bloque de
Búsqueda tomamos la precaución de relevar al personal de uniformados de todo
el Bloque de Búsqueda.
La persecución entró de nuevo en una especie de letargo pues aunque la
familia de Escobar estaba controlada, los mensajeros habían dejado de ser útiles
porque no nos llevaban a ningún sitio en específico. Pero de pronto una línea
telefónica activó nuestras alarmas porque captamos una conversación de
Guillermo León Puerta, alias ‘el Angelito’, con Álvaro de Jesús Agudelo, alias
‘el Limón’.
El tiempo en que hablaron fue suficiente para localizar el sitio y organizar una
operación relámpago. ‘El Angelito’ se encargaba de la seguridad de la familia y
de vez en cuando hacía de mensajero. Era el seis de octubre de 1993. Un
comando de asalto del Bloque de Búsqueda se dirigió al barrio Villa Hermosa
con la consigna de capturarlo porque sabíamos que era el único que quedaba de
los nueve hombres que huyeron con el capo en julio de 1992. Sin embargo,
cuando descubrió que la Policía estaba tras él, ‘el Angelito’ abrió fuego y fue
abatido junto con su hermano.
Con la muerte del ‘Angelito’ confirmamos que en realidad a Pablo Escobar le
quedaban muy pocos hombres a su alrededor. Los atentados terroristas habían
cesado y ya se sabía que estaba intentando una negociación con la Fiscalía para
reentregarse, ahora sí sin condiciones. Estábamos muy cerca, lo sabíamos.


                                         CAPÍTULO 9
                              La hora final de Pablo


El 15 de noviembre de 1993 fue un día negro para el Bloque de Búsqueda
porque el gobierno ordenó el relevo total del personal uniformado y de nosotros,
los encargados de la inteligencia.
Ese día, mi coronel Hugo Martínez Poveda nos reunió a todos los oficiales y
nos comunicó que mi general Gómez Padilla, director de la Policía, lo había
llamado a decirle que por orden del gobierno debíamos entregar los cargos y
salir cuanto antes de Medellín.
Ya estábamos advertidos, pero no pensamos que el presidente Gaviria y el
ministro de Defensa Pardo estuvieran tan decepcionados por el fracaso de
numerosas operaciones desarrolladas en los últimos seis meses contra Pablo
Escobar y por la filtración de información desde adentro del Bloque de
Búsqueda. La verdad es que en ese momento no teníamos rastro alguno de la
ubicación del capo y lo único que habíamos logrado era bloquear financiera y
políticamente su organización criminal. Pero no más.
Lo que sí sabíamos era que Escobar estaba en la clandestinidad con uno o dos
escoltas, y desde el 18 de septiembre anterior su esposa, ‘la Tata’, y sus dos
hijos, Juan Pablo y Manuela, vivían atrincherados en un apartamento del tercer
piso del edificio Altos del Campestre, en el sector de El Poblado, donde
habitaban otros integrantes de la familia Escobar Henao. El fiscal Gustavo de
Greiff había permitido que la mujer y los vástagos del capo permanecieran en
ese lugar custodiados por el CTI, mientras se avanzaba en el proceso de
reentrega de Escobar. Pero a diferencia de lo que sucedió tiempo atrás, cuando el
gobierno cedió a todas las pretensiones del capo, en esta ocasión la Fiscalía y el
Ministro de Justicia solo aceptaban que el capo se entregara sin condición
alguna. Es que fue tan escandaloso lo que sucedió en La Catedral que el
gobierno no estaba dispuesto a arriesgarse una vez más.
Además de las operaciones fallidas contra Escobar, en el desgaste del Bloque
de Búsqueda, también incidieron los continuos señalamientos del capo, que nos
acusaba de asesinatos, de desapariciones, de estar aliados con los Pepes y de
tener contactos con el cartel de Cali, entre otras muchas irregularidades. Sus
acusaciones, hechas a través de comunicados, lograron sembrar la duda sobre la
eficacia del grupo. En un momento determinado el gobierno llegó a pensar que
como la familia del capo estaba a salvo, el Bloque de Búsqueda se había vendido
y por eso decíamos no saber nada de su localización.
Sin que hubiéramos digerido la drástica decisión del gobierno de sacarnos de
Medellín, los generales Vargas Silva y Guzmán llegaron a la Escuela Carlos
Holguín a recibir los informes que nos pidieron elaborar antes de salir de la
Escuela Carlos Holguín a los lugares donde el mando nos enviaría. Pero lejos de
entregarnos, aproveché la oportunidad y pedí a nombre de mis compañeros que
el gobierno nos permitiera permanecer allí dos semanas más porque tenía el
convencimiento de que si Escobar hacía un movimiento en falso podríamos
localizarlo.
Le recordé a Vargas y a Guzmán que hacía una semana el capo había escapado
de un operativo en la parte alta de una zona rural cercana a Medellín porque el
radio Thomson era cada vez más preciso en señalar el lugar desde donde el capo
se comunicaba. En aquella ocasión logramos triangular el sitio y pese a que solo
habló durante diez segundos la radiometría lo encontró, pero falló por
ochocientos metros. Por eso el capo escuchó el ruido de los helicópteros
artillados y logró escapar, pero dejó abandonadas a una muchacha joven y
virgen, como le gustaban, y a su cocinera de turno. Inmediatamente, montamos
un cerco en las montañas cercanas que duró seis días, pero logró salir con la
ayuda de una linterna. Posteriormente interceptamos una mensajera que llevaba
una carta en la que él le pedía un radioteléfono a su hermana Marina.
Esos fueron los argumentos que esgrimí para pedir que los mandos aplazaran
quince días nuestro traslado. Insistí en que el teniente Hugo Martínez se
encontraba listo con el radio Thomson para la triangulación y ubicación exacta,
porque teníamos la certeza de que más temprano que tarde Escobar hablaría por
radioteléfono con su familia porque hacía días no se comunicaban. Agregué que
si no nos daban esta oportunidad, ese criminal continuaría vivo y acabaría con
nosotros y nuestras familias, porque ese era su objetivo. Al terminar mi
exposición, le dije a mi general Vargas Silva: “Ustedes tampoco escaparán de las
garras de ese psicópata”.
Supongo que después de hablar con el Presidente y con el Ministro
autorizaron el plazo solicitado. Les di las gracias a los generales, pero vi en los
rostros de los policías una angustia y miedo que nunca se me olvidarán. Cuando
ya estábamos solos y los altos mandos habían regresado a Bogotá, un oficial
pidió la palabra y dijo en tono grave:
—Mi mayor, sí, es cierto, ese bandido nos asesinará; el odio que nos tiene es
terrible; él tiene la lista de todo el personal del Bloque de Búsqueda.
El policía tenía razón. Quedé muy preocupado, pero confiaba en mis
capacidades, en el personal uniformado y en los medios técnicos que Estados
Unidos nos había suministrado a través de la DEA.
La oportunidad de probar los equipos de triangulación habría de llegar pocos
días después, cuando un sacerdote radioaficionado llegó a la Escuela Carlos
Holguín y nos entregó los datos de una frecuencia en la que según él se
escuchaba a un narcotraficante llamado Camilo Zapata, que mandaba matar
gente en varios lugares del país. Empezamos a averiguar y confirmamos que el
sospechoso era dueño del Castillo Marroquín, situado en el sector de La Caro, en
la entrada a Bogotá por el norte.
Mientras seguíamos sin saber de Escobar, con los agentes de la DEA pusimos
a funcionar el radio Thomson de triangulación e introdujimos la frecuencia que
nos dio el cura, pero la ubicación que nos daba el aparato era de tres kilómetros a
la redonda, es decir, resultaba imposible localizar a una persona con un margen
tan amplio. Días después el teniente Martínez Poveda se acercó y me dijo: —Mi
mayor, yo le hice un arreglo a los sensores del radio y nos da un área de
trescientos metros a la redonda; si quiere váyase para donde quiera dentro del
Área Metropolitana y yo intento ubicarlo.
Efectivamente, fui al municipio de La Estrella y empecé a hablar por
radioteléfono y minutos después el teniente me dijo:
—Lo ubiqué, lo tengo a trescientos metros del parque principal.
Ya de regreso al Bloque de Búsqueda, Martínez me explicó el experimento
que había hecho con el radio y le sugerí que uniera los sensores con un alambre
muy delgadito a ver qué pasaba. Luego fui a una zona rural de Itagüí, me situé
en una finca y empecé a hablar. Poco después el teniente llamó y me dijo:
—Mi mayor, lo tengo ubicado, le voy llegando, lo que me demore en llegar al
sitio.
Luego volvió a llamar:
—Usted está dentro de la finca tal, yo estoy en la puerta.
Salí y efectivamente estaba ahí. Lo abracé y le dije:
—Muchacho, vamos a pedir permiso para hacer el operativo a Camilo Zapata.
Todos estábamos nerviosos porque Zapata, que pertenecía en realidad al cartel
de Bogotá pero hacía negocios con narcos de Medellín después de la muerte del
‘Mexicano’, se movía guiado por una bruja, que predecía lo que le podía pasar.
Varias veces lo ubicamos y realizamos el operativo para capturarlo, pero
escuchábamos que la bruja le decía “váyase de ahí, veo cosas malas”, y el
mafioso se movía.
Como hablaba todos los días por radioteléfono, el 26 de noviembre de 1993
solicitamos una orden de allanamiento al fiscal asignado al Bloque de Búsqueda.
Hicimos la operación con el radio Thomson y la triangulación nos indicó que
estaba en el municipio de Copacabana. En efecto, el aparato marcó un punto
exacto en una finca y hasta allí llegaron las patrullas de asalto, que fueron
recibidas a bala. El narcotraficante murió en el sitio, junto con otra persona,
también mafiosa, de Venezuela.
Cuando me contaron del resultado del operativo, exclamé con júbilo: “Si
Pablo Escobar vuelve a hablar por radioteléfono, lo capturo o se muere”.
Dos días después de la muerte de Zapata empezaría la cuenta regresiva de
Pablo Escobar. El 28 de noviembre de 1993, la familia del narcotraficante tomó
el vuelo de Lufthansa rumbo a Alemania, donde esperaba que le dieran asilo
mientras Pablo resolvía su situación en Colombia. Como se sabe, por gestiones
del gobierno colombiano no fueron recibidos, por el contrario, fueron
embarcados de regreso en el siguiente vuelo.
Mientras los Escobar retornaban a Colombia, con nuestros colegas de la Dijín
se nos ocurrió que el gobierno y la Fiscalía dispusieran que la familia del capo
llegara a un hotel con el pretexto de que solo así se le garantizaría la seguridad.
El lugar ideal era el hotel Tequendama, porque era espacioso, súper concurrido y
administrado por militares, lo que facilitaba cualquier permiso o movimiento de
gente dentro de la edificación. Luego de inspeccionar el hotel determinamos que
la familia ocupara varias habitaciones del piso veintinueve y nosotros el treinta,
de tal manera que los huéspedes y los empleados no se percataran de nuestros
movimientos y esa área quedara prácticamente aislada. Una docena de técnicos
de la Dijín y del Bloque de Búsqueda trabajaron varias horas continuas mientras
instalaban sensores, micrófonos y toda clase de medios técnicos para
escucharlos.
Cuando la mujer y los hijos de Escobar llegaron a Bogotá el 29 de noviembre
de 1993 se encontraron con el hecho cumplido de que solo podían hospedarse en
el hotel Tequendama. Sin otra opción a la vista, decidieron alquilar todo el piso
veintinueve para facilitar la tarea de al menos diez funcionarios del CTI de la
Fiscalía que se encargarían de protegerlos.
Tal como preveíamos, una vez supo que su familia estaba alojada en el hotel
Tequendama, Pablo Escobar no tardó en llamar al conmutador y pidió
comunicarse con la
suite
de su familia. De cierta manera, eso empezó a facilitar
las cosas porque marcaba seguido y hablaba con Manuela, ‘la Tata’ y Juan Pablo.
Lo malo era que las charlas eran muy cortas y el aparato no alcanzaba a
identificar el lugar desde donde se producía la llamada. Luego el capo
desaparecía por horas enteras.
Aún así, el radio Thomson de triangulación manejado por el teniente Martínez
empezó a emitir señales que indicaban la avenida Colombia, cerca al almacén
Éxito. De inmediato salimos seis carros con el personal de inteligencia. Cerca
del lugar que mostró la triangulación había una discoteca. Nos ubicamos
separados, pero a corta distancia, cuando de pronto, frente a la discoteca, donde
estaba una señora que vendía empanadas y gaseosa, se detuvo un taxi y el
conductor compró una coca cola y una empanada. El hombre tomó un trago de
gaseosa y empezó a comerse la empanada. En ese instante, el conductor de uno
de los carros, un agente de policía a quien apodábamos ‘Gallina’, llamó por
radio y me dijo:
—Jefe, ¿ve el taxi que está frente a la discoteca?
—Sí, el conductor que está comiendo empanada.
—Ese tipo barbado y gordo se parece a Pablo Escobar... dicen que anda
barbado y gordo.
—¡Qué va! Ese no es.
—Pero se parece.
—No podemos improvisar hasta estar seguros; anote el número de la placa,
número de serie y la empresa del taxi.
—Listo, jefe.
Al rato una señora salió a pedir que la llevara, pero extrañamente el taxista
dijo que no, luego pagó y se fue.
Llevábamos casi dos días ubicados en esa zona cuando de pronto un señor en
una camioneta Honda paró a mi lado y me dijo:
—Mayor, ustedes están muy boleteados, aquí ya saben que son del Bloque de
Búsqueda. Yo sé cuál es la misión de ustedes; aquí cerca de la Plaza de las
Américas tengo una casa con un parqueadero muy grande. Deje saco a mi
familia y queda a su disposición.
—Gracias —respondí agradecido—, déjenos el parqueadero y un baño, nada
más.
—Listo, mayor.
Nos fuimos para el estacionamiento y dejamos en la calle, dando vueltas, el
carro con el radio que hacía triangulación. Poco después escuchamos
nuevamente a Pablo, quien hablaba con su hijo Juan Pablo y le preguntaba:
—¿Cómo está la familia?
—Bien. Pa, hay un periodista que quiere que le conteste un cuestionario.
—Listo, hablamos el dos de diciembre a las dos de la tarde.
El teniente Martínez no logró triangular el diálogo porque de nuevo fue
demasiado corto. Lo positivo era que había una cita para una nueva conversación
y por eso reuní a mis hombres y les dije:
—El dos de diciembre él habla largo, estemos listos, es nuestra única
oportunidad.
Luego fui donde mi coronel Martínez Poveda y le conté todo.
—Mi coronel, le llegó la hora a Pablo Escobar; si lo cojo vivo lo hago hablar,
pero no le perdono la vida a ese criminal, que no merece vivir porque es muy
malo.
Mi coronel respondió:
—Mucho cuidado, ojo con los derechos humanos, que de todas maneras hay
que respetarlos.
—Sí, mi coronel, pero si este bandido nos va a recibir a plomo, nos toca
responder con lo mismo.
—Eso es diferente, mayor Aguilar. ¿Quién sabe de la comunicación que
Escobar que va a tener?
—La DEA, la CIA y el fiscal que nos acompaña, que nos dará la orden de
allanamiento si hay tiempo. El defensor y el procurador también son de absoluta
confianza y sigilo.
—Listo, hagamos el operativo como siempre.
—No, mi coronel —interrumpí—, déjeme hacerlo tipo comando, yo soy
experto en operaciones especiales y tengo gente capacitada para ello; con
veintitrés hombres es suficiente. No quiero otro operativo como tantos que
hemos realizado y hemos fracasado, mi coronel.
Entonces él llamó a los generales en Bogotá y me dijo:
—Viaje a Bogotá y reúnase con el director de la Policía y con los generales
Vargas y Guzmán. Ellos lo escucharán y le pedirán permiso al presidente Gaviria
y al ministro Pardo. Si ellos autorizan, listo, pero le recuerdo: no podemos
fracasar porque nos lleva el diablo.
—Listo, mi coronel.
De inmediato viajé a la capital y les expliqué a los generales Gómez Padilla,
Vargas Silva y Guzmán la manera como teníamos planeado el operativo.
Minutos después mi general Gómez me dijo que había llamado al Presidente y al
Ministro, y habían autorizado la operación. Pero me hizo una advertencia:
—Si fracasa, mayor, lo doy de baja de la Policía.
—Mi general, y si lo logro qué me da —respondí entre chiste y chanza.
Se puso serio.
—Cuidado, mayor, con el sarcasmo y la ironía, que yo sé de eso.
—Como ordene mi general, excúseme.
—Listo, Aguilar, que Dios y la Virgen lo acompañen.
Los otros dos generales me dijeron:
—Suerte, muchacho.
Al salir del despacho noté que me miraron con ojos de pesar. Se les reflejaba
la tristeza.
Regresé a Medellín y me reuní con mi coronel Martínez, quien me dijo:
—Ya hablé con ellos y ay, ‘jediondo’, eso es algo muy verraco.
Esa frase era muy común en el.
—Tranquilo, mi coronel, que yo he realizado muchas operaciones de este
estilo, tipo comando, que son parecidas a un rescate; operé hasta en el País Vasco
contra la ETA, con la Guardia Civil Española aquí en el Copes, donde hicimos
muchas operaciones tipo comando.
—Qué loco, lo van a recibir a plomo, ¿no piensa en sus hijos?
—Sí, mi coronel, pero es peor morir secuestrado con la familia o con un
atentado terrorista a manos de este psicópata. Tengo fe en Dios y en mis hombres
de que salimos bien.
—Listo, hágale, organice las cosas en sigilo total porque si se nos filtra el
operativo todo será un fracaso.
—Hay hermetismo total, mi coronel.
El primero de diciembre hablé con el teniente Martínez y le di instrucciones
de estar muy alerta al día siguiente. Luego reuní los veintitrés hombres, entre
oficiales, suboficiales y agentes, únicamente de la Policía, y les expliqué la
operación aunque no les dije contra quién era el operativo.
—Está prohibida la comunicación con el resto del personal, dedíquense a
escribirle a las familias. Si son casados, a su esposa e hijos, y si son solteros, a
las novias, porque es posible que alguno de nosotros no salga vivo de esta.
Podemos morir.
Un agente contestó:
—Para las que sea, mi mayor, que ya estoy mamado de esta guerra.
Alistamos fusiles R-15 y pistolas de nueve milímetros y doble chaleco
antibalas. Les dije que íbamos vestidos de civil, apoyados por una compañía de
personal uniformado del Bloque de Búsqueda en dos camiones. Nosotros
llevamos seis vehículos tipo campero y los conductores no hacen parte del
operativo, nos esperan en los automotores.
Al teniente Murillo y al teniente Vargas les dije que me respondían por la
disciplina y las órdenes impartidas.
—Así se hará, mi mayor.
Posteriormente les expresé:
—Los espero a las nueve en punto de la mañana.
—Sí, mi mayor, como ordene.
A la hora indicada salimos para el almacén Éxito y les di una hora para que
compraran lo que quisieran para la familia, esposa, hijos o novia. Luego
llegamos a la escuela, empacamos y mandamos una patrulla a enviar las
encomiendas. A algunos se les aguaron los ojos.
Les dije:
—Sean verracos, no nos va a pasar nada. Vamos a poner al servicio nuestros
conocimientos y habilidades como combatientes que somos.
A las doce del día todo estaba listo y el nerviosismo se notaba en mis
hombres. Mi coronel Martínez caminaba de un lado a otro y decía:
—Ay, verriondo, el tiempo se hace largo.
El fiscal, el procurador y el defensor que nos acompañarían estaban pálidos y
los de la DEA y CIA, inquietos. Los carros para ellos estaban listos y nos
seguirían a distancia. Teníamos la sospecha de que Pablo estaba escondido en el
barrio Los Pinos o en una zona adyacente. El teniente Martínez estaba en el
parqueadero que nos habían prestado, con su radio Thomson.
Nadie quiso almorzar y se notaba que el miedo se apoderaba de nuestra gente.
—Tomen Lomotil, porque del estrés y los nervios les puede dar diarrea —les
dije.
A la una en punto de la tarde salimos hacia la carretera que conduce al
pueblito paisa y nos ubicamos bien organizados, pues ya cada cual sabía qué
hacer. El personal uniformado debía seguirnos de cerca.
Eran ya las dos de la tarde y Escobar nada que hablaba, hasta que a las tres el
teniente Martínez llamó alarmado.
—Jefe, ¡empezó a hablar!
—Sálgase del parqueadero y que el carro escolta lo siga dándole seguridad.
El teniente Martínez iba en una camioneta Mercedes Benz, donde estaba
colocado el radio Thomson. A los cinco minutos, me dijo:
—Lo tengo, está en la carrera 79 n.° 45D-94, al otro lado del caño, en el barrio
Los Pinos, cerca de la plaza de mercado Las Américas.
—Usted, quieto ahí ya llegamos, el otro carro hágase por la parte de atrás del
inmueble y a todo lo que se mueva dele plomo. ¡Ya vamos en camino!
Era una hora difícil por el tráfico en Medellín, pero no dudamos en pasar por
encima de numerosos andenes. Uno de los carros del personal uniformado se
perdió y entró a un centro comercial y el otro se quedó un poco, pero luego
llegó. Cuando estuvimos frente al inmueble observé que en la casa de al lado
estaban fundiendo una placa de concreto. Todos tomamos posiciones. Luego les
advertí a los trabajadores de la obra que yo era del Bloque de Búsqueda y que se
tiraran al piso porque íbamos a hacer un operativo. Obedecieron sin chistar y
dejaron la mezcladora prendida, que hacía mucho ruido porque era demasiado
vieja.
Luego de observar el panorama decidimos romper la puerta de entrada con
maseta, y no con cordón detonante. Una vez adentro, vimos un taxi en el
parqueadero y procedimos a hacer un barrido en la sala, en la cocina y en el
cuarto del servicio del primer piso. No había nadie. El ruido de la mezcladora
nos ayudó y Pablo no se dio cuenta de la rotura de la puerta. Luego empecé a
subir las escaleras que conducían al segundo piso. Cuando escuchó pasos dentro
de la casa, Escobar dijo “aquí está sucediendo algo”, y tiró el teléfono. Luego
reaccionó con rapidez y sacó una pistola y nos disparó como cuatro veces; me
agaché y se me fue una ráfaga de fusil al techo, que era de machimbre.
Luego, Escobar corrió hacia una habitación, pero la puerta estaba con seguro y
no abrió; en ese momento yo había sacado mi pistola. En fracciones de segundo
nos hizo otro tiro y corrió hacia una habitación en la que había una ventana o
hueco grande en la pared del fondo, con la intención de saltar hacia la casa de al
lado; disparé y le pegué el tiro de semicostado, que le entró por la espalda,
atravesó el corazón y se alojó en la mandíbula; y el agente Barragán, que es alto,
por encima de mi cabeza le hizo un tiro de R-15 que le dio en el oído. En ese
momento Escobar cayó por el hueco de la ventana. Los grupos que cubrían la
parte de atrás, en los flancos izquierdo y derecho, empezaron a disparar e
hicieron más de 150 tiros, pero solo uno rozó la pierna izquierda del capo.
Cuando cayó de la ventana, Escobar ya estaba muerto. Los disparos hechos
desde abajo por los policías que nos protegían no tenían línea de fuego y
pegaban en la pared donde nosotros estábamos atrincherados. Entonces le grité
al capitán Flórez, a quien le decíamos ‘Galletas’:
—Galletas, Galletas, ¡alto al fuego!
—¡Jefe, está tendido sobre el tejado!
¡Alto al fuego!, ya está muerto, nos van a matar a nosotros, le están pegando
los tiros a la pared donde estamos atrincherados.
Finalmente, no hubo más disparos. Miré de reojo y lo vi desplomado sobre las
tejas. En su mano derecha tenía la pistola Sig Sauer y en la sobaquera portaba
otra, marca Glock.
Luego grité:
—¡Voy a saltar!
Salté al tejado y me di duro porque era muy alto. Era tanta la adrenalina del
momento que no sentí dolor. Me acerqué sigilosamente, retiré con el pie la
pistola, guardé la mía, lo cogí de la camisa, le miré bien la cara y sobre todo las
cejas, le quité el reloj y lo detuve a las 3:20 de la tarde. Luego lo cogí de la
camisa e hice un gesto de que sí era Pablo Escobar. Tomé el radio y grité: “Viva
Colombia, murió Pablo Escobar”.
Inmediatamente llamé a mi coronel Martínez y le dije:
—Mi coronel, murió Pablo Escobar.
—¡Lo felicito, lo felicito, lo felicito!
Luego llamé a la Policía Metropolitana para que nos apoyara porque
desconocidos empezaron a hacer disparos hacia el lado de la plaza de mercado
Las Américas. De repente, se oyó una ráfaga de subametralladora al pie de la
pared, que nos causó pánico. Lo que sucedió fue que un policía observó al
terrorista alias ‘Limón’ recostado contra la pared. Cuando intentó recoger su
arma, que estaba tirada en el piso, el policía disparó una ráfaga de fusil y lo
mató. Le pegó treinta y dos tiros.
Instantes después, agentes de la DEA, la CIA y el Bloque de Búsqueda se
tomaron fotos. Uno de la DEA le quitó un pedazo de bigote. Después llegaron
hombres de la Policía Metropolitana y de la Policía Judicial y les entregamos el
control del operativo y nos fuimos para la Escuela Carlos Holguín. Cuando
íbamos llegando, desde uno de los carros los agentes dispararon sus fusiles al
aire, en señal de alegría.
Por supuesto, mi general Gómez Padilla ya estaba ahí porque venía del
municipio de Rionegro donde acababa de inaugurar un cuartel de la Policía.
Cuando escuchó los tiros en la guardia, mi general y sus escoltas tuvieron un
fuerte susto. Por eso salió y nos regañó en tono fuerte:
—Parecen pistoleros del Oeste. ¿Qué pasa mayor, Aguilar, qué son esas
estupideces?
Quedé callado, formé al personal y le di parte de victoria:
—Mi general, ¡cumplida la misión que me había encomendado¡


                                              Epílogo


Días después de la muerte de Pablo Escobar fui premiado con un viaje de
estudios a Fort Benning, una enorme base del Ejército de Estados Unidos en la
ciudad de Columbus, Estado de Georgia.
Estar fuera del país por largo tiempo serviría para hacer un curso completo de
Comando Superior, pero también pondría tierra de por medio con los muchos
enemigos que dejé en Colombia por cuenta de las heridas abiertas resultado de la
intensa y sangrienta persecución de Pablo Escobar y su ejército de sicarios.
Éramos pocos los oficiales de América Latina elegidos para formarse al lado
de los prestigiosos militares estadounidenses que decidían el futuro del mundo.
Allí me habría de encontrar con el ruidoso y alegre coronel Hugo Chávez Frías,
quien despuntaba como un militar brillante que ansiaba ser útil en las Fuerzas
Armadas de su país, Venezuela.
Yo había viajado como mayor de la Policía y esperaba ascender a teniente
coronel al término de mi forzada ausencia. Quería llegar más lejos en la
institución y tenía claro que el camino adecuado era formarse en la academia.
No obstante, la vida da saltos que uno no puede medir y al cabo del tiempo me
vi inmerso en una penosa situación familiar que cambiaría mi destino
drásticamente. Por aquellos días debí separarme de mi esposa y eso era mal visto
en la Fuerza Pública. El pensamiento institucional de la época era en extremo
conservador y no tenía duda de que al regresar a Colombia en 1995 debía
afrontar el rechazo y el consiguiente retiro de la Policía.
Una vez retorné al país, le pedí cita al entonces subdirector de la Policía, mi
general Luis Enrique Montenegro Rinco. Sin saber lo que me había sucedido, él
me dijo que viajara a Cali para integrar el Bloque de Búsqueda que perseguía a
los poderosos capos del cartel de esa ciudad. Le expliqué mi situación personal,
pero mi general y yo no tardamos en entrar en una discusión que terminaría con
mi solicitud de retiro del servicio activo.
Muchas cosas sucedieron a partir de entonces, que no es pertinente ventilar en
este libro. Lo que sí considero válido es hacerles un homenaje en estas páginas a
los oficiales, suboficiales y agentes que se jugaron la vida a mi lado en el Bloque
de Búsqueda:
COMANDO OPERATIVO.