Sobreviviendo a Pablo Escobar
…He implorado el perdón de Dios y no sabré, hasta que mi cuerpo muera, si Él me ha
perdonado…
He cumplido a la sociedad con mi larga condena, pero quizá no haya alcanzado su
indulgencia…
¡Cuánto he vivido, por Dios…!
Sobreviví a Pablo Escobar Gaviria, “el Patrón”, y fue la fuerza de su indomable espíritu la
que, no sé bien ni cómo ni para qué, me sostuvo a lo largo de estos años, pues su presencia
sigue marcando cada día de mi existencia. Los crímenes del Cartel de Medellín pesan, igual
que ayer, sobre mis hombros. Mi juventud perdida en el crimen se transformó en la espada
que pende sobre mi encanecida cabeza.
Para el mundo siempre seré alias “Popeye”, el sicario del temible Cartel de Medellín, el
hombre de confianza de Pablo Emilio Escobar Gaviria… Cómo decirles que soy un hombre
nuevo… que 23 años preso en este infierno transformaron al hombre que fui.
Ahora, la anhelada libertad se desdibuja en la mano asesina de mis enemigos. Quizá el
destino haya prolongado mi existencia sólo para deleitarse en preparar mi propia agonía.
Sobreviví en cautiverio pero no sé si lograré vivir en libertad…
Preso de mí mismo intentaré luchar por alcanzar un poco de paz…
Hace mucho frío… ya es agosto de 2014. Estoy a un paso de la libertad y creo que aún
respiro… todavía en esta sombría celda de la cárcel de máxima seguridad en Cómbita,
Boyacá.
“Popeye” en su celda de la Cárcel de Cómbita. Sebastián Jaramillo, Revista
Bocas ed. 16, 2011.
“Popeye” abandona a Pablo Escobar
J
I
“Popeye” abandona a Pablo Escobar
ulio de 1992.
—Muchachos… mucha suerte, de pronto, si me decido, en la cárcel nos vemos…
La inminencia de la entrega disparaba su adrenalina, además del temor que todavía le producía la
mirada fría e impenetrable del poderoso Pablo Escobar Gaviria, “el Patrón”. Sintió cómo la piel se le
erizó. Una tenue brisa invadió la despedida de los tres hombres que se estaban jugando su destino.
Quizá lo que flotaba en el ambiente no era más que la cobardía disfrazada de prudencia.
—Adiós “Patrón”…
“Popeye” estaba tan próximo a Pablo Escobar, que podía percibir su aliento. La penetrante mirada
de aquel enigmático hombre parecía retarlo en ese último instante; logró confundirlo tanto que sintió la
garganta seca; con torpeza estiró su mano para estrechar, por última vez, la del hombre por quien tanto
respeto y admiración sentía.
Era el final de una loca y frenética carrera en el mundo del crimen organizado. A sus 27 años, Jhon
Jairo Velásquez, alias “Popeye”, tenía un largo historial de muertes en su conciencia, pero ahora estaba
a punto de cambiar su vida, inspirado en el amor de una mujer.
Mientras se alejaba, en su cabeza se repetían las escenas de los días anteriores…
—Los asesinos también se enamoran… —fue la frase que le dijo a su compañero “Otto”, cuando
Pablo Escobar adivinó sus sentimientos.
—¿Qué le pasa “Pope”? ¡Si tiene miedo entréguese con mi hermano Roberto y con “Otto” en la
Cárcel de Itagüí! —le dijo seriamente, mirándolo a los ojos. Lo tomó por sorpresa y logró perturbarle.
—¡“Patrón”, usted sabe que tenemos encima a los norteamericanos, a los ingleses y a los israelitas,
con este aparato nos ubican en el acto! —replicó respetuosamente, evadiendo la respuesta a lo que
realmente le estaba preguntando, mientras le ponía enfrente el medio de comunicación de largo
alcance que les enviaron en el correo. Para la época, 1992, aún no llegaban a Colombia los teléfonos
celulares.
—¡Usted lo que está es enamorado! Mejor váyase a prisión que allí sí puede ver seguido a su
hermosa novia, —le dijo con una sonrisa.
—Lo voy a pensar y le digo, señor… —respondió al tiempo que inclinaba la cabeza. Luego se fue al
cuarto que ocupaba en el escondite en la parte baja del barrio El Poblado, de la ciudad de Medellín, en
una casa de clase media alta en donde vivían por esos días, encaletados, evadiendo los operativos del
Bloque de Búsqueda y de sus enemigos.
Estaban en plena guerra contra el Estado y la iban perdiendo. Eso produjo un efecto dominó en los
miembros del Cartel de Medellín que, para salvar su vida, estaban entregándose a las autoridades
evitando así caer en manos de los sanguinarios “PEPES” (Perseguidos por Pablo Escobar
Gaviria)quienes habían asesinado a la mayoría de los sicarios de Pablo Escobar. Por esta razón “Popeye”
sabía que era una decisión demasiado importante para su vida. Por una parte, quería permanecer al
lado de Escobar, como siempre lo hizo, pero su otro yo estaba perdidamente enamorado de Ángela
Morales, la novia que tenía por esos días y por cuya integridad temía. Les habían informado que los
“PEPES” iban a matar a sus mujeres en retaliación por la muerte de tantos policías y del terrorismo
reinante por cuenta del cartel. Al estar en prisión el interés sobre él y su gente podría disminuir; desde
la cárcel era más fácil blindarse, ante el peligro que representaban los poderosos enemigos que tenían
acorralado al Cartel de Medellín. Era la única forma de salvar su pellejo y el de su mujer.
No lo pensó más y en la mañana fue a la habitación del “Patrón”. La puerta estaba entreabierta,
miró al interior y sigilosamente se acercó; él lo vio pero no le dijo nada. “Popeye” sintió un nudo en el
estómago y no se atrevió a pronunciar palabra. Pasados unos minutos se armó de valor, regresó y con
voz entrecortada le habló a su jefe…
—Ya lo decidí señor…
—¿Qué decidió? —Le preguntó sin dejar de mirar la pantalla de T.V., con el control remoto en la
mano derecha.
—Me voy “Patrón”… —contestó en voz baja mirándolo fijamente.
—¡Yo ya lo sabía! —Le respondió Pablo, dejando escapar una sonrisa cómplice y tranquilamente
siguió mirando el noticiero.
Al llegar la noche el “Patrón” le llamó y volvió a preguntarle.
—¡Cupido!… ¿qué pensó? Llame a “Otto” y vengan los dos…
Diez días después ahí estaba el par de Judas dejando al “Patrón”, abandonándolo a su suerte
mientras ellos iban tras un par de piernas que lograron enredarles la cabeza y el corazón como para
pensar en iniciar una nueva vida, aparentemente lejos del crimen. “Otto” también estaba cansado de la
guerra y quería disfrutar de su mujer.
—Adiós “Patrón”…
—Adiós…
“Popeye”, trató de verlo a los ojos pero la mirada inquisidora de Pablo lo venció. Bajó su cara
avergonzado. Le estiró la mano acercándose más a él; un abrazo y un “gracias por todo” fue lo último
que recibió de su jefe.
Caminaba junto a “Otto”, de frente hacia la calle, casi arrastrando los pies que se negaban a salir de
la casa. Sintió como la humedad nubló su visión. No fue necesario decirle algo al compañero, él
también tenía los mismos sentimientos encontrados. Cuando se alejaron unos 200 metros, miraron
hacia atrás y lo último que vieron fue a un hombre completamente solo abordando un humilde
automóvil rojo, marca Renault, pasado de moda, que partió veloz en sentido contrario al de ellos,
manejado por el legendario hombre que cambió sus destinos: Pablo Escobar Gaviria, “el Patrón”.
Pablo Escobar y Jhon Jairo Velásquez Vásquez alias “Popeye”, recluidos en la Cárcel La Catedral.
Una nueva vida
Cerca de las 4:30 a.m., un hombre abrió con fuerza la puerta de la celda y lo encañonó. “Popeye” apenas si se sobresaltó; levantó las cobijas y le mostró las manos al guardia que de inmediato lo esposó, mientras anunciaba por el radio: —¡Asegurado el objetivo número 1! Lo requisó con detenimiento por si estuviera armado; luego le quitó las esposas y le ordenó vestirse; cuando terminó, lo inmovilizó nuevamente. Del radio se escapan las voces de diferentes guardias que seguían con el operativo en otros pabellones de la Cárcel La Picota, en Bogotá… —¡Asegurado el objetivo número 2! —chilló una voz en el radio. —Debe ser Gerardo, —pensó “Popeye”. —¡Asegurado el objetivo 3! “Juan Joyita”… —¡Asegurado el objetivo 4! “El Maestro”… La zona se hallaba totalmente militarizada; un cordón de soldados fuertemente armados se instaló en los dos lados de la calle, desde la cárcel hasta la avenida principal. La situación era seria. Adiós a la fuga de Gerardo, que estaba casi lista. Subieron al bus en que trasportaban más presos de la Torre 3, todos extraditables. El miedo invadió el espíritu de los pasajeros. “Popeye” estaba tranquilo, no tenían por qué extraditarlo; decidió relajarse a costa de sus custodios a quienes comenzó a molestar con bromas pesadas. —¡Oí, marica reíte! —¡Chupón, te compro el fusil! —replicó otro preso tratando de calmar los nervios del traslado. Los uniformados no respondían; eran disciplinados, muy profesionales y estaban tratando con bandidos así que no se dejaron provocar. “Juan Joyita”, como siempre, seco de la risa, para él todo era un chiste; disfrutaba la vida como le iba llegando. Gerardo, por el contrario era súper serio. “El Maestro” les recordaba sus palabras proféticas: —les dije que ya sabía que nos iban a trasladar—. Cuando vieron a “Popeye” sentado junto a ellos, sentenciaron que ya no se salvarían del viaje al infierno. Él los asustó más para reírse un poco de su miedo y así calmar el propio. —¡Señores van conmigo para Valledupar! Todos se quedaron serios, incluso “Juan Joyita” se asustó tanto que no volvió a reír; el autobús quedó en silencio hasta que subieron los guardias y sentenciaron con fuerza: —Listo el cupo… vámonos… Sospecharon que los trasladaban a la prisión más temida de Colombia a principios del año 2000 y para asustar aún más a sus colegas, “Popeye” les reconfirmó con una sórdida sonrisa… —¡Señores, se los dije, prepárense para llegar al infierno! El silencio fue sepulcral, los reclusos quedaron mudos. Pero en el fondo quien más preocupado iba era “Popeye”. El carro comenzó a avanzar. En el interior estaban los comandos del Grupo de Reacción Inmediata, G.R.I., entrenados por los norteamericanos para operaciones especiales con los prisioneros y las cárceles. Ellos, con su fusil apuntando al piso y muy serios los miraban fríamente, sin miedo, dispuestos a lo que fuera; ya los bandidos no los intimidaban como en el pasado. De lejos, “Popeye” vio el helicóptero y descansó pensando: ¡No… no nos van a extraditar, seguro vamos para la nueva cárcel, la de Cómbita en Boyacá!… y sonrió al ver la cara de angustia e incertidumbre de sus compañeros. La caravana, fuertemente custodiada, llegó a la avenida principal; el cordón militar se hizo más fuerte dando apoyo a los guardias. El vehículo avanzó y de pronto giró hacia el batallón del Ejército próximo a la cárcel e ingresó velozmente a terreno castrense. Los hombres del G.R.I., saltaron como jaguares sobre los internos y los bajaron casi cargados, les quitaron las esposas y las cadenas. Ya en tierra, fueron esposados de nuevo con una tira plástica en las manos y, del pie derecho de un recluso al pie izquierdo del otro, con una cadena que lastimaba el tobillo. Les ordenaron quedarse quietos y callados. A lo lejos escucharon las roncas aspas de varios helicópteros rusos, viejos y lentos, que se aproximaban, hasta que los aturdió el ruido ensordecedor y su imponente presencia. Los gigantescos helicópteros levantaron el polvo de la pista al posar en el piso sus inmensas barrigas que rápidamente se abrieron para dejar ver su interior. Estaba lleno de asustados presos que traían desde otras cárceles del país. Por tierra también llegaron más reos extraditables, uno de ellos fue Jamioy, del grupo de “Juan Joyita”. El cupo lo completó un hombre mayor, de unos 70 años, llamado Germán Arciniegas, nadie entendió por qué lo estaban trasladando a una cárcel de alta seguridad si su delito no lo ameritaba. A “Popeye” lo subieron en el primer vuelo, junto a Gerardo y su gente. El helicóptero tenía capacidad para 20 personas y transportaba personal del Ejército. Un soldado les ordenó no moverse de su sitio. El helicóptero se movía lento e inseguro; el ruido era fastidioso hasta que tomó altura y enfiló hacia su destino, el nuevo hogar de los reclusos. Cincuenta minutos después estaban sobrevolando la temible Cárcel de Cómbita. Desde arriba se veía una enorme mole de cemento gris llena de alambradas y garitas a su alrededor. Parecía un campo de concentración moderno. Aterrizaron en el helipuerto de la prisión. Los bajaron con dificultad y rápidamente los llevaron a un bus azul; ahí todos miraron hacia arriba, respiraron su último aire de libertad contemplando un hermoso cielo despejado, pero en minutos el monstruo de Cómbita se los tragó. La cárcel estaba pegada a la vía pavimentada, a dos horas y media de la capital y a 25 minutos de Tunja, una ciudad intermedia. Como iban en el primer grupo los metieron en una pequeña jaula de unos 40 metros cuadrados, tapada con una malla acerada, que era el área de reseña. Les quitaron las cadenas lo cual fue todo un alivio. “Popeye” se sentó en el suelo. A los pocos minutos apareció el director de la Cárcel de Valledupar, Pedro Germán Aranguren. ¡Oh no! Que sorpresa tan desagradable… pensó al verlo ahí frente a él, encontrándose en posición tan desventajosa. Ahora este hombre era el responsable de la Cárcel de Cómbita. Llevaba puesta su eterna camiseta del Buró de Prisiones Norteamericano. Lo miró con ironía, él respondió con desprecio. No le dijo nada, tampoco Jhon Jairo le habló. A su lado estaba un asesor norteamericano de nombre Jerry… “Popeye” volvía al duro régimen carcelario. Pero esta vez se sentía más preparado psicológicamente para enfrentar el calabozo. Quería creer que el frío no era tan terrible como decían. El infierno en tierra fría no existe sino en la mente de los presos miedosos. Cuando todos estaban listos para la reseña, entró saludando amablemente el capitán de la guardia Orlando Toledo. Un viejo zorro de las prisiones colombianas, hombre de armas tomar, honesto y bueno con el preso. Al fin lo reseñaron; su nueva identificación fue T.D. 007, es decir, que para el sistema carcelario colombiano ya no era Jhon Jairo Velásquez Vásquez, ni siquiera alias “Popeye”… A partir de ese momento se convirtió en un número más del sistema. Y el 7 le fue dado porque fue el séptimo preso en ingresar a Cómbita; con este grupo inauguraron la prisión de alta seguridad que tanta expectativa había generado y que anunciaron en la prensa. Cuando terminaron la reseña lo pasaron con sus dedos aún untados de tinta donde una Doctora Civil. Tuvo la tentación de no hablarle pero la mujer fue amable y él decidió cooperar dándole la información que le pedía… —Por favor, deme un número telefónico de alguien a quién podamos avisar en caso de emergencia, o de muerte. Le dijo la mujer serenamente. —Doctora, disculpe, ¿por acá hay cementerio? —Preguntó serio, mientras la mujer lo miró asombrada. —¡Sí, sí señor Velásquez! —Pues por favor que me entierren ahí. —Le dijo con firmeza y no le dio ningún dato de los que le solicitaba. Ella lo miró desconcertada pues no esperaba esa respuesta y discretamente se inclinó sobre su cuaderno para registrar la petición. Después de esta entrevista lo pasaron al examen médico y odontológico. Le entregaron un feo uniforme de color habano con rayas anaranjadas; miró con tristeza sus pies y se dijo: “Adiós a mis tenis, mis jeans y mis buzos”. Y quedó listo para la foto del recuerdo con su nueva vestimenta. Sus compañeros fueron pasados por la peluquería; todos rapados, él ya lo estaba. El Director les advirtió que no podían tener tenis con cordones porque se podían ahorcar en un momento de depresión. Todos rieron y se conformaron cuando les entregaron zapatos negros con suela de caucho, que se sostenía con una tapa que se pegaba y despegaba, súper feos y muy incómodos. También les quitaron los implementos de aseo que traían. La teniente Claudia les gritó con firmeza: —Acá no necesitan entrar nada, esto está financiado por los EE.UU., les vamos a dar todo. Nuevos helicópteros comenzaron a sobrevolar el penal. Se esperaba la llegada de grandes personajes, todos tenían curiosidad; se rumoraba el ingreso de un duro pero nadie sabía quién era el gran capo que al fin estaría en una verdadera cárcel, junto a ellos. Como la suerte es loca y a cualquiera le toca, en esta ocasión fue para los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, jefes del Cartel de Cali. La embajada de Estados Unidos sabía de los lujos de los Rodríguez en las cárceles corrientes donde estaban detenidos. La orden del gobierno fue tajante: “Los jefes del Cartel de Cali a Cómbita”… La llegada de estos personajes lo llenó de energía y felicidad, pues no sería el único en sufrir el duro régimen carcelario que les esperaba. Desde que se aprobó el Plan Colombia por parte de los EE.UU., hacia el país, llegó mucha ayuda a diferentes instituciones con recursos económicos para logística y entrenamiento de personal. Al Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario, INPEC, el apoyo le llegó por parte del Buró de Prisiones de los EE.UU. Los asesores gringos entrenaron a los nuevos guardianes y reentrenaron a los viejos. Les hicieron la prueba del polígrafo y les garantizaron una opción salarial superior a la que tenían. Todos los guardias que fueron asignados a las cárceles de alta seguridad llegaron con una mentalidad anticorrupción. Era el nuevo INPEC. Las nuevas cárceles se construyeron con base en recomendaciones del Buró de Prisiones estadounidense que las vigiló de cerca. Los penales tenían que cumplir con las especificaciones precisas del buró y el régimen estricto, tal como sucede en su país. La tenebrosa cárcel acababa de ser inaugurada con pesos pesados del narcotráfico que apenas estaban ingresando. Ese día llegaron también, Félix Antonio Chitiva alias “La Mica” y Víctor Patiño Fómeque. Con ellos llegaron diez narcos más que estaban viviendo como reyes en otras prisiones del país, donde no había llegado el nuevo INPEC con su estricto reglamento y su personal capacitado. Sin ninguna contemplación, la guardia metió a los hermanos Rodríguez a la jaula de reseñas. Jhon Jairo ya estaba listo y reseñado. Lo vieron y lo saludaron con su máscara de risas. Él les contestó con la misma hipocresía. Ninguno de los dos bandos se aceptaba por las guerras del pasado, pero tenían que convivir en las nuevas circunstancias. Era evidente que no les había caído bien verlo en Cómbita, pero tenían que aguantarse. El 13 de Septiembre del año 2002 era un día histórico para las autoridades, comenzaba el principio del fin del imperio Rodríguez Orejuela… Don Gilberto llegó bien vestido, con pantalón italiano, zapatos finos, camisa de marca, un excelente reloj con manillas de cuero y correa que hacía juego con los zapatos. Los elegantes Rodríguez no cargaban joyas en exceso. Igualmente estaba vestido don Miguel; el traslado los cogió de sorpresa y no tenían ropa apropiada para el intenso frío que ya se sentía en Cómbita. Fue un golpe al hígado de la mafia y al cabello pintado de don Gilberto porque en Cómbita no había salón de belleza. El guardia abrió la reja de la jaula y ordenó lista en mano: —Rodríguez Orejuela Miguel Ángel y Rodríguez Orejuela Gilberto José, a reseñar… el peluquero está listo… Los viejos se miraron entre ellos y palidecieron entendiendo la nueva realidad. “Popeye”, al igual que los demás presos, no perdía detalle haciendo sus cábalas, esperando ver qué concesiones se daban a los famosos mafiosos. —¿Será que estos tipos se dejan tusar y quitar su fina ropa?… —murmuró otro preso entre dientes, temiendo que lo escucharan. Desde lejos, Jerry, el asesor norteamericano del Buró de Prisiones observaba todo sin intervenir, al igual que Aranguren, el director del penal, atentos a la reacción de los Rodríguez Orejuela ante su primer sometimiento con el peluquero. Les estaban dando la probadita de lo que sería su futuro. El guardia les pasó dos uniformes completos y su respectiva bolsa para que echaran en ella su fina ropa y sus costosos relojes. Miguel Rodríguez, comenzó a brincar quitándose la ropa con desagrado. Gilberto obedeció con humildad, mientras calmaba a su hermano. Se vistieron y quedaron como verdaderos presos, se veían pequeños en un uniforme grande; allí eran más poderosos los guardias que los dos mafiosos o cualquiera de los fieros bandidos que estaban siendo ingresados. Cuando llegaron a la peluquería, Miguel no pasó, Gilberto lo hizo en el acto, sólo pidió al peluquero que le pasaran la cuchilla número tres, el guardia no contestó y le pasó la número uno; ahí sí quedó feo el poderoso mafioso. Se le vinieron todos los años encima, sólo con los 55 que tenía, pero se veía como un anciano con el nuevo corte reglamentario al estilo militar. El jefe de la mafia al desnudo. Sin su ropita cara, su esplendorosa cabellera en el piso y un uniforme dos tallas más grande, en el que flotaba su humanidad. El poderoso “Ajedrecista” se veía como un peón. Todos los que estaban presenciando la escena tuvieron la misma sensación, incluyendo a los guardias, ubicados en sitios estratégicos ataviados con escudos y atalajados como “RoboCop”. Los capos fueron observados detenidamente ya que estas actividades no eran íntimas y todos los reos debían someterse públicamente a lo mismo; sólo que esta vez la exhibición era especial por el nivel de los prisioneros que llegaban. El peluquero al terminar con Gilberto, alzó la mirada y se encontró con la de Miguel Rodríguez, quien comprendió que era su turno. Se acercó lentamente a la silla y pidió que le cortaran el cabello con tijera, todos sonrieron ante esa solicitud; él todavía tenía la ilusión de que el peluquero le complaciera por ser quien era. El guardia tranquilamente le pasó por su arrogante cabeza la cuchilla número uno, como lo hacía con todos los presos. Esto generó rabietas y protestas de Miguel al ver cómo su cuidada cabellera iba cayendo al piso. Era la humillación después de la soberbia; dura prueba para empezar. A Miguel le asignaron el TD: 0065 y a Gilberto el TD: 0066. En la foto, Miguel quedó registrado para la posteridad con los cachetes hinchados y los ojos llenos de rabia; sus dedos untados de tinta se movían con furia mientras terminaban el proceso. Por el contrario, Gilberto se sometió a todo más tranquilamente; sabía que no ganaba nada con protestar. Jhon Jairo observaba con atención este espectáculo, antes inimaginable para la mafia colombiana. Los Rodríguez Orejuela y él, resultaron ser los pioneros en las cárceles de alta seguridad del nuevo INPEC, en Colombia. Sabía que después vendrían los demás. Al final el ritual sería el mismo para todos los mafiosos que se descuidaran, los paramilitares que se confiaran y los guerrilleros que no se sometieran. —Señores, por favor los relojes. —Les dice un guardia en tono serio. Pero don Miguel le contesta en forma agresiva. —¿Cuál es tu maricada? El guardia les dice de nuevo sin inmutarse. —Por favor, los relojes, señores… Don Gilberto se lo quita y lo entrega, echando maldiciones; hace lo mismo don Miguel, renegando más fuerte. Luego se supo que eran finísimos y de marca Cartier. De pronto la guardia se pone alerta y les notifica que acabó la función. Conducen a “Popeye” al área de “Recepciones”, al primero de los calabozos; se tira en el colchón y empieza a reflexionar en la situación, con el director Aranguren. Ahora no eran sólo Yesid Arteta y él, como sucedió en Valledupar, donde les hizo la vida miserable; ahora tenía un verdadero tesoro para desfogar su amargura: los jefes del Cartel de Cali. Miguel Rodríguez, a su vez, iba a hacerles la vida de cuadritos a los guardias y ello era bueno para romper el sistema. Abrir cárcel nueva es durísimo, pero tenían un buen gallo de
Atentado en Cómbita.
Félix Antonio Chitiva, alias “La Mica”, fue un narcotraficante que trabajó para Pablo Escobar como
rutero de la cadena del tráfico de cocaína. Estuvo involucrado en el atentado al avión de Avianca
por el Cartel de Medellín. Con el tiempo hizo parte del grupo de los “PEPES” y se unió a Carlos
Castaño para hacer frente a su antiguo jefe, Pablo Escobar Gaviria.
Desde esa época ya era informante de la DEA. Cuando trabajaba con otros narcotraficantes a
quienes delató, lo capturaron y llevaron a prisión con pedido de extradición. Así fue a parar a la Cárcel
de Palmira y luego a Cómbita. Había traicionado a “Los Mellizos” y estos le pusieron precio a su cabeza:
2 millones de dólares. Él lo sabía y vivía asustado esperando que la DEA le diera la protección
prometida. En la Cárcel de Palmira lo respaldaban los hermanos Rodríguez, pero en Cómbita ellos no
podían protegerlo igual, así que estaba solo y en peligro de muerte. Le tenía desconfianza a “Popeye”,
sabía que era un sicario temerario y nada le impedía asesinarlo. No le quitaba el ojo de encima. Chitiva
sentía que algo raro estaba pasando a su alrededor; las actitudes sospechosas de algunos presos del patio
y la extraña visita de “el Zarco”, recluido en otra torre de la cárcel y partícipe de la muerte de Fedor, el
guerrillero asesino de la famosa masacre de Tacueyó, que apareció ahorcado. Por esta razón cuando
uno de los guardias del centro penitenciario se entrevistó con “el Zarco” y habló con él en voz baja y de
manera sigilosa, Chitiva se asustó y se puso a la defensiva. Pero no fue el único en el patio que se
percató de la situación, “Popeye” también estaba en la jugada, mirando el encuentro y decidió irse de
frente con “el Zarco” a preguntarle sobre el tema. De esta forma se curaba en salud de un eventual
crimen que se presentara en el patio y se lo endosaran a él, o peor, ¡que la vuelta fuera para él!
—¡En qué anda gran hijo de puta!… —le dijo al hombre cogiéndolo fuertemente del brazo
empujándolo hacia un rincón del patio. El hombre sorprendido abrió los ojos como platos, asustado y
tartamudeando negó que estuviera planeando algo raro.
—¡No, nooo “Popeye”…no es para usted… es… ¡para “La Mica”!
—Sí claro… Mi amigo yo estoy súper pilas y si veo algo sospechoso, me le mareo… no me voy a
dejar matar tan fácilmente… no se le olvide que los Rodríguez están alerta.
El hombre se alejó rápidamente y asustado lo volteó a mirar con los ojos desorbitados, él sabía lo
que le esperaba si se metía con “Popeye”. Sintió en su cuello la mirada fría y toreada de un asesino en
alerta.
A los pocos días llegaron a los patios más narcos de Medellín diciendo que Carlos Castaño los había
entregado. No lo bajaban de ¡sapo hijo de puta! Cuando lo veían en la televisión se soltaban de una a
insultarlo.
El tema de “La Mica” daba vueltas en la cabeza de “Popeye”, no sabía si creer que el dinero que
estaban ofreciendo era en realidad por la vida de “La Mica”, o sería por la suya. Afuera sus enemigos
crecían rápidamente, de todos modos no confió en nadie, esa es la primera regla de supervivencia en la
vida y más aún, en una prisión.
Sigilosamente comenzó a investigar con las personas adecuadas y se enteró que el grupo que iba a
hacer la vuelta del asesinato de “La Mica” era grande y estaba bien planeado; 2 millones de dólares por
desaparecerlo era una suma atractiva. “El Zarco” le confirmó días después cuando “Popeye” usó sus
propios métodos para sacarle información. Un guardia de la cárcel era el encargado de ingresar hasta el
rancho, la pistola 7.65 con un proveedor extra; allí la recibiría un preso que trabajaba en esa zona y
luego otro guardia la llevaría hasta la Torre 6 y la entregaría por una pequeña ventana del área de la
cocina por donde repartían los alimentos. El arma llegaría finalmente a manos del asesino. Todo el plan
estaba siendo manejado desde la calle con miles de dólares andando…
“El Zarco” tenía que recibir el arma, ingresar al baño; revisarla que estuviera montada y salir de una
a dispararle a “La Mica” a quien ya tenía ubicado en el patio. Después de disparar arrinconaría al patio
amenazando con disparar a todos y finalmente arrojaría la pistola al piso, alzando las manos y se
entregaría a la guardia. Todo fríamente calculado. “El Zarco” no tenía nada que perder, estaba
condenado a 40 años de cárcel y tenía otro proceso por homicidio, uno más no le importaba.
Presintiendo el peligro, “La Mica” no se encontraba cómodo en el patio y desconfiaba de todo el
mundo. Buscaba la hora del baño, 5:00 a.m., para hablar por teléfono, así “Popeye”, encargado de
manejar los teléfonos y repartir los 6 minutos que tenía cada preso para llamar, no le escucharía porque
siempre, sin querer, se enteraba de las conversaciones de los demás.
El día de morir le llegó a “La Mica”. “El Zarco” estaba preparado; tenía una parte del dinero en su
poder. Esto fue lo que más demoró la operación; era un crimen grande, mínimo 60 días iba a estar
aislado en los calabozos y tenía que estar seguro que no lo iban a dejar solo. Una buena suma de dinero
lo respaldaría a él y a su familia, que no podía quedar desamparada. Le entregaron por intermedio de
terceros $250,000 USD en efectivo, el resto de los 2 millones ofrecidos se pagarían cuando “La Mica”
estuviera bien muerto. A la hora del desayuno iba a perder la virginidad la Cárcel de Cómbita, en
Boyacá, con su primer asesinato.
El día anterior transcurrió con un halo de misterio; esperar un crimen de estos tiene su grado de
morbosidad, maldad y pasión por lo desconocido. La adrenalina a flor de piel. “Pope”, sabía que algo
iba a pasar pero en ese momento no tenía los detalles, sólo mantenía sus dudas. Su instinto de asesino
no le ha engañado nunca y ese día no sentía que él fuera a ser el muerto, pero aun así se preparó por si
acaso, al fin y al cabo el día de morir es uno solo.
¿Qué pasaría después de que “La Mica” estuviera muerto? Se preguntó “Popeye” mientras se vestía.
¿Y qué pasaría si el muerto era él y “El Zarco” le había mentido? Nunca lo sabría porque estaría en
el infierno y sus enemigos celebrando.
Cuando llegó la hora de la contada “La Mica” no se despegó de don Miguel Rodríguez. “Popeye” lo
miró fijamente, creyendo que sería la última vez. Presentía que uno de los dos pronto moriría, no
conocía la fecha pero estaba cerca, los movimientos de “El Zarco” y del guardia así lo evidenciaron.
Después de la contada enviaron a dormir a todo el mundo. Los días fueron pasando con la misma
rutina. Pero el día supuestamente escogido para el crimen tampoco pasó nada, o así se pensó.
Serían las 6:40 p.m., cuando se sintió un movimiento de reja; desde su celda “Popeye” vio con
sorpresa como Félix Antonio Chitiva, alias “La Mica” era sacado del patio rumbo a la ciudad de Bogotá;
iba protegido por la Policía. Al siguiente día se lo llevarían para EE.UU., amparado por la DEA. Quedó
pasmado al verlo partir. En la noche no durmió analizando la situación porque si no era para “La Mica”, el atentado era para él y tenía que actuar con astucia para no dejarse matar tan tontamente.
Llegó el nuevo día se bañó de prisa, delegó el control del teléfono a otro preso y rápidamente se le
fue de frente al “Zarco” para provocarlo. Éste ni se inmutó y siguió su camino; quedó pendiente y tenso
por la actitud del “Zarco”. Si estaba listo el atentado para él, tenía ubicado al asesino y no lo iba a
sorprender.
El desayuno fue repartido con prisa, apenas salieron los internos que entregaban los alimentos, “el
Zarco” salió al encuentro del guardia que llevaba la pistola. Éste le dijo algo en voz baja. No les quitó la
mirada de encima. El guardia le mostró un arma al “Zarco”, para poder cubrirse y salió con ella. Se
acostumbra en el bajo mundo a dejar en claro la participación de cada persona contratada en el crimen
para poder cobrar el dinero, así éste no se ejecute, ya que la culpa no es de los participantes. Por eso el
guardia dejó en claro su responsabilidad mostrando el arma en el patio.
Al “Zarco” le tocó devolver $200,000 USD y el resto del dinero se lo dejaron como agradecimiento
por la vuelta. Se ganó $50,000 verdes. Los que ordenaron la muerte de “La Mica” tuvieron que pagar
$100,000 USD a los guardias, por el ingreso de la pistola a la Cárcel de Cómbita.
“La Mica” fue extraditado a los EE.UU. El tiempo que pasó en prisión fue poco. En el año 2009 salió
libre. “Popeye” se enteró de todo cuando finalmente encuelló al “Zarco” y le sacó los detalles del
asesinato frustrado. Aun así, nunca se confió porque igual lo podían vender a él y cobrar el dinero que
estaban ofreciendo sus enemigos por su cabeza.
Conviviendo con los Rodríguez Orejuela.
La vida en el patio siguió su rutina. Don Miguel comenzó a romper el rígido régimen de la prisión.
Ingresó un pequeño radio transistor y en las noches “Pope” se lo guardaba, aprovechando para oír
música y noticias. Don Gilberto no se metía mucho ya que iba rumbo a la libertad. La relación de
“Popeye” con los Rodríguez Orejuela mejoró notablemente.
En la cárcel se abrió el expendio y esto les mejoró la comida. En Cómbita no se puede tener dinero
en efectivo, la familia le consigna al preso en una cuenta de un banco y la prisión les vende así los
productos. Un civil era el encargado de organizar el expendio. Don Miguel lo abordó para ingresar
carnes frías y dulces. Poco a poco el hábil Miguel Rodríguez le estaba haciendo mella al régimen
carcelario. Pasaron los días y llegaron los problemas. Las visitas a los presos eran cada 15 días mujeres y
cada 15 días hombres. La conyugal, cada 45 días por espacio de una hora. El recluso debía inscribir el
nombre de la pareja con quien quería tener permanentemente su cita íntima; algunos tuvieron
problema porque tenían dos o tres mujeres y con todas querían tener su conyugal, pero el reglamento
sólo permite una mujer legalmente justificada y autorizada por el preso.
Los jefes del Cartel de Cali, enseñados en otras cárceles a recibir visitas de familiares, amigos o
abogados todos los días de 7:00 a.m., hasta las 9:00 p.m., al llegar a la Cárcel de Cómbita quedaron
aburridos por el estricto horario y tenían que cumplirlo, como cualquier ladrón de barrio y disfrutar
como todos, sólo de las visitas a las que tenían derecho. Pero el problema grave se presentó en el
desarrollo de las visitas con sus mujeres. Las damas de los Rodríguez estaban acostumbradas, en el viejo
INPEC, a ser tratadas como princesas; eran intocables. Todas las esposas, novias, hermanas e hijas de
los capos ingresaban a los centros de reclusión en donde estos permanecieron sin que la guardia se
metiera con ellas. Cómbita las aterrizó. Cada vez que llegaban a la cárcel las trataban sin misericordia.
Las guardianas encargadas de hacer la requisa eran mujeres fuertes y sin miedo, a las que no les
temblaba la mano a la hora de requisar a las mujeres de los Rodríguez Orejuela y de otros
narcotraficantes. Sin cortesía alguna les tocaban los senos bruscamente, buscando algo ilegal que fueran
a ingresar; no podían entrar con zapatos, sino utilizando sandalias sencillas y de plástico; el cabello
tenían que llevarlo suelto, nada de joyas, ni siquiera un reloj barato y lo más delicado, tenían que
dejarse mirar las partes íntimas levantándose el vestido y mostrando su derrière como todas las demás
visitantes, ante la mirada fría y despectiva de una guardiana que, con impaciencia, abría y cerraba sus
toscas manos cubiertas con guantes de látex, listas para hacerles el tacto vaginal, del cual no se salvaba
ninguna mujer en la Cárcel de Cómbita, por marido poderoso que tuviera.
El Patio de Visitas está ubicado aparte de las torres. Un día cualquiera “Popeye” no salió a visita
familiar; unos 85 compañeros suyos sí lo hicieron pero regresaron furiosos e indignados con la guardia
de la cárcel, precisamente por estos abusos a que eran sometidas sus mujeres. Las quejas femeninas, con
justa razón, por los excesos de las guardianas, alborotaron los ánimos de los presos y decidieron realizar
la primera huelga en Cómbita. Los reclusos no se dejaron contar y menos encerrar; el guardia del patio
en represalia les apagó el televisor y les desconectó el teléfono.
Ante los ánimos caldeados se presentaron en el patio el Director del penal y el capitán de la guardia,
para dialogar. Las señoras no habían dicho nada antes para evitar que sus parejas se metieran en
problemas con los guardias. El preso, por su familia o sus mujeres, se hace matar de ahí que la situación
estaba saliéndose de las manos de los directivos que trataban de justificar las requisas a las mujeres
negando lo del tacto vaginal.
—¡No es cierto que las niñas y señoritas sean tocadas en la requisa y menos que se les someta al
tacto vaginal! Esto sólo se hace a las señoras adultas y se les pasan las manos por la base de los senos
para evitar que lleven algo oculto. Nunca se tocan los senos. Sólo les levantan la bata para pasarles el
detector de metales sobre la ropa interior y si el detector pita la señora es llevada a un cuarto cerrado y
allí le hacen el tacto vaginal, con guantes de látex! —Explicaba nervioso el director ante la mirada airada
de los jefes del Cartel de Cali y 80 presos más que, indignados, hacían toda clase de conjeturas ya que
tampoco dejaban ingresar a mujeres que tuvieran su período menstrual, lo cual era violatorio a los
derechos de la mujer.
Los hermanos Rodríguez decían que era imposible que una mujer se introdujera en la vagina un
arma, droga o una granada de fragmentación, tal como el director mencionaba que se había detectado
en otras cárceles, como La Modelo, hecho registrado hasta por los propios medios de comunicación; de
ahí que a las mujeres adultas se las sometiera a la requisa vaginal. Los dos funcionarios eran blanco de
toda clase de recriminaciones por parte de los presos, encabezados por los furiosos Miguel y Gilberto
Rodríguez Orejuela.
Los Rodríguez Orejuela siempre vivieron en una burbuja. La realidad carcelaria hasta esos
momentos no les había tocado y evidentemente a su familia tampoco. La discusión terminó cuando el
director Aranguren y el capitán Toledo, aseguraron que los norteamericanos les habían prometido
enviar desde EE.UU., una silla que detectaba los metales y así las señoras no tendrían que mostrar la
ropa interior. También dijeron que estaban en camino unos perros antinarcóticos para que olfatearan a
los visitantes.
Todo esto les amargaba la vida a los jefes de la mafia y a los demás presos. Don Miguel Rodríguez se
quejaba durísimo por éstas y otras restricciones extremas de la cárcel; tanto así que la noticia llegó a los
medios de comunicación que comenzaron a indagar, lo que provocó que el propio director del INPEC,
el General Cifuentes, decidiera visitar la cárcel y pasar una noche allí, durmiendo en el Patio 5.
Al otro día, muy efusivo, convocó a una rueda de prensa y frente a las cámaras de televisión afirmó:
—En Cómbita es delicioso el clima; es un paraíso.
Los Rodríguez Orejuela y demás presos, mirándolo por televisión rabiaban a morir, lanzando toda
clase de improperios contra el funcionario y su descaro. Según ellos, quería tapar el sol con un dedo
ante la realidad que se vivía en Cómbita. Lo que más les molestó fue que no lograron llegarle
directamente al General Cifuentes y meterlo en su nómina.
La protesta no fue descabellada porque con los días y ante la presión de los Rodríguez Orejuela y sus
abogados, el director del INPEC autorizó el uso de sacos de colores para espantar el frío. Ahí cogieron
más presencia los Rodríguez; sus buzos de marca les daban un aire de exclusividad y distinción en
medio del patio carcelario. También les autorizaron el uso de tenis, pero sin cordones y lo mejor, cobijas
térmicas. “Popeye” sentía que era bonito tener un buzo de colores para opacar un poco el feo uniforme carcelario; los tenis de marca que logró entrar eran geniales. Su celda tomó vida con la llegada de una
hermosa cobija de colores llamativos, que le envió su novia desde Bogotá; la prenda contrastaba con el
frío gris del cemento que formaba las paredes de su celda. Dos almohadas de plumas, una sábana
blanca ajustable al colchón, completaba su kit carcelario; era una dicha dormir en un cuarto limpio y
bien presentado, pensaba “Popeye”, disfrutando las cosas sencillas de la vida en esos días, todo cortesía
de su nuevo amor que no perdía detalle para que él se sintiera mejor en su encierro.
“Popeye” siempre había sido de suerte con las mujeres y afortunado en el amor, a pesar de haber
tenido que matar a la única mujer que amó con locura. Ya en prisión tuvo muchas mujeres de paso,
algunas fieles y firmes lo siguieron y acompañaron en las diferentes cárceles en donde pagó su condena.
Cuando estuvo en la Cárcel Modelo en Bogotá, no faltó la reinita o modelo de provincia que lo
visitó ocasionalmente; una de ellas fue una espectacular mujer de la raza negra, proveniente de la
ciudad de Medellín, que comenzaba su carrera en pasarela. La llamaba “mi bulto de carbón”. Parecía
una gacela, caminaba con propiedad y tenía una dentadura perfecta; se reía de todo y de todos, veía la
vida con mucha naturalidad y disfrutaba cada momento. Algunas veces durmió con él en la cárcel. Era
una mujer bella por fuera y hermosa por dentro que llenó de energía, felicidad y erotismo las noches
del sicario. Él no dormía cuando estaba con su “bulto de carbón”. Era una mujer fogosa y creativa que
siempre lo sorprendía con la lencería que usaba en su espectacular cuerpo. Lo divertía con juguetes
eróticos y cremas que sus amigas le compraban, en el exterior. Orgulloso de sus eternas noches de
placer, al otro día lucía su “bulto de carbón” por todo el patio, ante la mirada de algunos presos golosos
que miraban su morena con envidia.
Su novia lo visitó durante meses, hasta que un día le notificó que no volvería más porque se iba a
vivir a Europa para seguir con sus sueños. Se sintió triste por unos días, se había acostumbrado a su
descomplicada mujer, pero como todo pasa en la vida, una aspirante a reina del departamento del Meta
le hizo olvidar a su “bulto de carbón”, quien desde España le siguió enviando revistas y fotografías del
bello lugar.
En Cómbita, compartió su condena con una gran mujer que le enseñó a ver la vida diferente,
pensando en el perdón; ella lo cuidó con amor y dedicación durante dos años, nunca le faltó a la visita
conyugal, él también la amaba; le dedicó su tiempo y atención en medio de las circunstancias. La mujer
tenía un hijo de un matrimonio anterior, era una dama culta y profesional pero al final le dio miedo
andar con “Popeye” y el romance se acabó. Sólo quedaron los recuerdos y su flamante cobija de colores.
“Popeye” debía vivir la vida como le iba llegando; por motivos de seguridad, no tenía tiempo de
pensar en el futuro sino en el día a día, cuidando su espalda a cada milímetro; sabía que en cualquier
momento le podría llegar la puñalada trapera que acabaría con su existencia. Su suerte mejoró
notablemente y obtuvo un tesoro. Fue nombrado “como sirviente del patio”, es decir, tenía que hacer el
aseo, el mismo todos los días. El trabajo era duro pero significaba seis meses de deducción por cada año
de condena. ¡Sus años serían entonces de seis meses! Resultaba muy ventajoso dada la complejidad de
su proceso. Cuando se sometió a la justicia como miembro del Cartel de Medellín, le acumularon todos
los delitos y fue condenado a 27 años de cárcel de los cuales ya había cumplido 11. Pero un día le
apareció un nuevo caso por envío de drogas a Holanda. Según las autoridades, él comandaba desde la
cárcel una red de distribución de cocaína hacia el exterior; “Popeye” quedó sorprendido con la
acusación, se defendió como una fiera y se fue a juicio. Insistía en su inocencia y argumentó que sólo se
trataba de un montaje de las autoridades. Mientras el caso se resolvía, la vida en Cómbita seguía su
curso.
En la cárcel el jefe del Cartel de Cali, Gilberto Rodríguez Orejuela, se acomodó a las circunstancias.
El mafioso era astuto y sabía sacar partido de la situación; era un preso ejemplar. En prisión, estudió a distancia y se graduó en Filosofía. Se veía tranquilo y con los días entendieron el porqué de su actitud.
La noticia estalló como una bomba en los medios de comunicación:
¡En cuestión de horas saldrá de prisión Gilberto Rodríguez Orejuela!
Todos en el país, en el mundo y por supuesto en la cárcel, quedaron sorprendidos.
La DEA, el gobierno Colombiano y la Embajada Norteamericana se pusieron en alerta. El Ministro
del Interior y de Justicia, Fernando Londoño, se vino con todo. Abiertamente dijo que no lo iban a
liberar y acusó al juez que emitió la orden de salida de haber sido abogado de los Rodríguez en el
pasado. Por su parte, el capo no se quedó atrás; tenía listo su batallón de abogados. En el patio de
Cómbita el teléfono quedó a merced de los hermanos Rodríguez Orejuela; ese día nadie más llamó. Los
noticieros transmitían extras continuamente. El país pendiente del novelón. La cárcel paralizada.
“Popeye” fue donde su compañero de celda, el mafioso italiano “Buonomo” y le dijo:
—¡Eyyy… marica! ¿no que los iban a extraditar? —Le reclamó, como si fuera el culpable; el mafioso
rio y le respondió burlonamente:
—“Popay”… ¡que los extraditan, los extraditan! Que te lo digo yo…
Al escuchar la noticia, el viejo Gilberto Rodríguez se puso nervioso, pidió agua y se tomó unas
pastillas para tranquilizarse; estaba pálido, ya antes se había tomado una dosis más fuerte de medicina
para su hipertensión arterial. El escándalo en los medios de comunicación creció minuto a minuto.
Algunos cuestionaban que el reconocido narcotraficante fuera a salir libre sin pagar todos sus delitos.
Tipo 4:30 p.m., dieron un extra en la televisión, todos corrieron a mirar en silencio. Don Miguel y don
Gilberto seguían parados frente a la pantalla con sus caras tensas esperando noticias positivas.
Es un hecho: ¡Gilberto Rodríguez es un hombre libre…!
Don Miguel se abalanzó sobre su hermano y se fundieron en un abrazo interminable mientras
brincaban de la felicidad.
Las llamadas a los familiares no se hicieron esperar, tanto don Miguel como su hermano se
dedicaron al teléfono. Cuando regresaron al patio reinaba el silencio. De pronto un sonido seco
comenzó a escucharse, suave primero, fuerte después… todos los presos juntaron sus palmas en un
sentido aplauso que estalló uniforme, acompañado por vivas al jefe del Cartel de Cali, que estaba de
fiesta; entre los que celebraban estaba “Popeye” quien aplaudió sonoramente a su ex enemigo de viejas
guerras de narcotráfico. En total 95 reclusos más celebraron la libertad de Gilberto Rodríguez Orejuela.
La impensada escena de apoyo al famoso narcotraficante era observada desde lejos por un hombre que,
solo y con toda dignidad, no quiso participar en el acto de solidaridad con el mafioso. Únicamente él
conservó su honor, mientras el eco del aplauso subía la adrenalina de los participantes. El misterioso
hombre los miraba con desprecio, a prudente distancia analizando la cara de cada uno de los presos
mientras movía la cabeza de lado a lado, despectivamente. El hombre era un reconocido mafioso
italiano llamado “Buonomo”, narcotraficante amigo de Pablo Escobar, jefe del Cartel de Medellín y
estaba esperando que le llegara su indictment para ser extraditado a EE.UU. La DEA lo requería por
narcotráfico.
Ese día nadie prestó atención al italiano, todos se concentraron en Gilberto Rodríguez, que estaba
listo para partir. Un preso le tenía las pertenencias en una bolsa de basura; ya había desocupado su
celda. Los demás le hicieron una calle de honor; él se veía radiante. Con marcha firme atravesó el
pasillo bajo las sonrisas y aplausos de todos los hombres que le gritaban vivas a su paso, como si fuera
un rey. El mafioso alzó su mentón y con arrogancia dejó el patio; era un triunfador.
—¡Vivaaa don Gilberto!
—¡Vivaaa, vivaaa!
El grito provenía de una garganta muy familiar para “Buonomo” que le dirigió una mirada cargada
de recriminación a “Popeye”, al reconocer su voz en ese grito que sentía como una traición a su amigo
Pablo Escobar. Cubierto por la algarabía del patio, mirando a lo lejos al viejo Rodríguez que salía feliz,
pleno, al reencuentro con la vida, “Pope” estalló en risas, seguramente pensando más en la dicha que
ese momento puede representar para cualquiera que recobre la tan anhelada libertad, más allá de que
aquél fuera su viejo enemigo.
Antes de cruzar la puerta de salida, don Gilberto dedicó unos momentos para dar un último abrazo
a su hermano Miguel, quien se veía conmovido y un poco triste a pesar de la noticia. Rápidamente se
abrió la reja para el poderoso jefe del Cartel que caminaba visiblemente emocionado, sintiéndose ya
junto a los suyos. Atrás quedaron decenas de ojos que lo miraban, algunos con envidia, otros con
humildad, pero, justo en el último minuto, cuando tenía que abrirse la última puerta, apareció el Cabo
Areila para terminar con la fiesta…
Tímidamente condujo a un cuarto externo a don Gilberto Rodríguez; le notificó que tenían que
esperar una orden vía radio de su jefe para pasarlo a la sección de reseña y al médico, antes de darlo de
baja del penal. Afuera seguían esperando los escoltas y dos de sus hijos acompañados por los abogados
y un enjambre de ansiosos periodistas.
A las 5:00 p.m., llegó la contada. Todos a la fila. La puerta del patio se abrió bruscamente y los ojos
de los presos cayeron sobre don Gilberto. Nadie sabía qué estaba pasando, él estaba de regreso con cara
de pocos amigos y cargando la bolsa negra. La guardia lo metió de nuevo al patio para la contada.
Nadie hablaba, por puro respeto al mal momento. Era evidente que no lo iban a soltar tan fácilmente.
El gobierno le amargaría el rato hasta el último minuto. El viejo llegó desanimado, con el mentón gacho
y sus manos aferradas a la bolsa de basura; no soltó para nada sus pertenencias. Los presos entraron a
las celdas, menos los aseadores.
Don Miguel quedó acongojado al verlo ahí y se opuso a que su hermano fuera llevado de nuevo a la
celda. La situación era tensa. Evidentemente el gobierno estaba planeando algo para evitar su salida.
Don Gilberto medió entre el guardia y su hermano. Lo tranquilizó y aceptó regresar a la celda. El
guardia dijo que era por media hora nada más mientras llegaba por escrito la orden de sacarlo y que
luego sería hombre libre.
Un pobre diablo que estaba con “Popeye” haciendo el aseo del patio le dijo humildemente a don
Gilberto:
—¡Señor, lo felicito. Que le vaya bien!
El poderoso mafioso perdió la compostura y le contestó gritando desencajado:
—¡Nooo… nooo…! ¡No se despidan más!
Su cara se volvió roja de la rabia y entró de una en su celda. El pobre hombre se quedó con la boca
abierta, no esperaba esa respuesta, miró apenado a “Popeye” que le hizo señas con los ojos que no le
prestara atención y le sugirió que mejor siguieran adelante con la limpieza de la torre.
Fue por su escoba y se dedicó a barrer el inmenso patio, mirando de reojo hacia la celda de don
Gilberto. Su labor ese día se le hizo eterna; sin presos el patio se veía grandísimo, medía unos 40 metros
de largo por 30 de ancho; abierto al cielo, por lo que era su modo de mirar tímidamente la libertad, la
misma que le estaba resultando esquiva al “Ajedrecista”. Daba escobazos de lado a lado, moviendo la
basura del patio; le dolía la cintura por la posición encorvada que debía tener para hacer su oficio. Por
ratos paraba poniéndose la mano en la espalda para masajear su columna. El sudor le corría por la
barbilla. Se prometió ser más considerado con las señoras del aseo cuando fuera libre. Tomó aire
nuevamente y siguió adelante; le faltaban como 20 metros de limpieza cuando lo llamó don Gilberto.
—“Popeye”, venga por favor.
Soltó la escoba y salió corriendo hacia la celda del viejo. Éste le dijo que por favor llamara por el teléfono de la cárcel al celular de sus hijos. Estos todavía lo seguían esperando afuera, en la entrada de
Cómbita. Don Gilberto les envió un mensaje claro: “Por favor, no se vayan de la cárcel y si no me
liberan esta noche, que los abogados interpongan un hábeas corpus”.
Le ofreció una tarjeta para llamar pero el sicario la rechazó con educación; él tenía las propias. Don
Gilberto le anotó un número de celular en un papelito. Mientras marcaba pensó fugazmente “… Acá
estoy ayudando a uno de mis peores enemigos en su momento más tortuoso… ¡Esas son las vueltas que
da la vida!…”. Y se apresuró a cumplir la orden.
Al instante, al otro lado de la línea contestó un hombre.
—¡Buenas noches señor, habla “Popeye” de aquí de la Cárcel de Cómbita, de parte de don Gilberto;
que por favor no se vayan a ir que él todavía no ha podido salir y que si hoy no lo sueltan interpongan
un “hábeas corpus”.
El hombre muy amable le dio las gracias preguntándole cómo se encontraba su padre; respondió
que bien y colgó. Después de dar el mensaje al señor regresó a su trabajo; todavía le faltaba trapear el
patio para poder volver a su celda a descansar.
Sabía que su compañero “Buonomo” lo estaba esperando despierto para darle cantaleta. Sonrió al
pensar en su amigo italiano que resultaba no fastidioso sino más bien gracioso cuando decía palabrotas.
—¡Hp.… te vi… te vi… te vi lanzando vivas a Gilberto!
Jhon Jairo rio. No le hizo caso; estaba agotado por la limpieza del patio, sólo quería descansar y no
pensar en nada más, al menos por ese día. Pero el italiano no estaba dispuesto a dejarlo tranquilo, se
paró detrás de él y lo siguió insultando; mientras se desvestía en el corto espacio, seguía riéndose a
carcajadas de los insultos de “Buonomo”.
—¡“Popey”, “Popey”… falso… te vi… te vi… falso… te vi!
A las ocho apagaron la luz como siempre. Mala señal para don Gilberto. Eran más de las 9:30 p.m.,
cuando se abrió la reja. “Popeye” saltó de inmediato hacia la ventanita de su celda. Un grupo de
guardias se dirigió a la de don Gilberto. En minutos lo sacaron; él apretaba su bolsa de basura; iba serio.
No había nada que hacer, el viejo tenía poder y suerte. Sólo pago 7 años de cárcel. Desde su ventanita
“Pope” observó la escena hasta que los guardias se hicieron invisibles. La libertad había llegado al viejo
zorro. Quizá se la había ganado. Se sintió contento de verlo partir. Regresó a su colchón y siguió
durmiendo, evitando despertar al persistente italiano.
Llegó el nuevo día. “Popeye” se duchó y fue al teléfono. Don Miguel Rodríguez estaba contento,
irradiaba felicidad por todos los poros. Se había quedado porque trató de sobornar al Juez en un caso
de narcotráfico; en sus cuentas le faltaban 14 meses de cárcel. En las de la DEA, le faltaban 30 años.
Don Gilberto salió de Cómbita casi a las 12:00 a.m. En la televisión lo mostraron caminando despacio,
se le veía poderoso, seguro. A sus 56 años de edad salió rumbo a su hermosa Cali, lleno de dinero,
ilusiones pero con un diezmado poder político. Aparentaba muchos más años de los que tenía. Obeso,
lento al andar, con el alma marcada con la amargura que deja la prisión y una sórdida sonrisa pintada
en su rostro.
El jefe del Cartel de Cali y su hermano, siempre encubrieron sus actividades criminales. Ante su
familia y la sociedad, fungieron como poderosos empresarios, dueños de un banco en Panamá y del
Banco de los Trabajadores en Colombia; propietarios del Grupo Radial Colombiano y de Drogas la
Rebaja, una cadena de droguerías con presencia en todo el país. Poseían además laboratorios
farmacéuticos que surtían medicamentos a sus propios locales; controlaban también empresas de
seguridad. Eran dueños y amos del equipo de fútbol América de Cali, entre otros negocios lícitos
adquiridos con dinero del tráfico de cocaína.
Al salir de la Cárcel de Cómbita, Gilberto Rodríguez Orejuela, una vez más logró evadir la cárcel sin disparar un solo tiro. Comenzó como secuestrador en los años 70, tenía una banda llamada “los
Chemas”, famosos por secuestrar a dos ciudadanos suizos; de allí pasaron al tráfico de drogas junto a
José Santacruz Londoño y Francisco Pacho Herrera, hasta llegar a ser los poderosos jefes del Cartel de
Cali. Con los años se convirtieron en enemigos de Pablo Escobar, jefe del Cartel de Medellín. Para
acabar con él ayudaron a crear el grupo de justicia privada los “PEPES”. Después de ayudar a matar a
Escobar, los jefes del Cartel de Cali siguieron su vida mafiosa alternando con su actividad empresarial y
se metieron con todo en el apoyo a políticos corruptos, tanto así que lograron poner Presidente de la
República en Colombia y desataron el famoso “Proceso 8000”.
La DEA tenía sus ojos puestos en los hermanos Rodríguez Orejuela a quienes no podían extraditar
porque sus delitos fueron cometidos antes del año 1997. La Constitución de 1991, originalmente
prohibía la aplicación de la figura de la extradición que sólo hasta el 97 fue modificada y se restableció
la extradición de colombianos a los EE.UU.
Las imágenes de la liberación de Gilberto Rodríguez Orejuela se vieron en el mundo entero. Pero
surgió un pequeñísimo problema: un Coronel activo de la Policía, que no estaba en la nómina del
Cartel, lo esperó con 20 hombres, supuestamente para protegerlo… ¡Hummm! Amablemente lo escoltó
hasta una casa en Bogotá, de allí Gilberto Rodríguez salió en la madrugada hacia el Aeropuerto El
Dorado, rumbo a Cali, acompañado por el Coronel. En Cali, la misma historia. Mientras tanto el
gobierno despidió como a un perro al director de Cómbita, quien la verdad no tenía la culpa de nada.
Salió como corrupto y no lo era, pero se necesitaba mostrar culpables.
Pablo Escobar tenía razón.
Con la partida de Gilberto Rodríguez su hermano Miguel quedó triste, pero siguió adelante con su
propia vida dentro de la prisión. La torre tomó su ritmo habitual. El expendio cada mañana tenía
un nuevo manjar, cortesía del jefe del Cartel de Cali, que era espléndido con los presos, abasteciendo el
caspete de su propio bolsillo, para que la subsistencia en prisión fuera más agradable. Todos los días se
podía disfrutar de pequeñas cosas que les resultaban verdaderos manjares e iban desde arequipe hasta
pavo y jamón serrano. Era posible encontrar allí también salami, pollo frito, panelitas y otros alimentos
que algunos presos no habían comido en años. La mafia en Cómbita le estaba funcionando a Miguel
Rodríguez. Poco a poco mejoraba la situación de los compañeros de su patio y de paso, la de otros en las
distintas unidades, en toda la cárcel, porque la autoridad del narcotraficante se sentía en todo el
establecimiento, atacando el corazón del sistema de Cómbita con dinero y poder. Con su ejército de
abogados y su abultada chequera, interpuso y ganó una tutela para que les autorizaran radios
transistores y también para que les quitaran las esposas cuando los visitaban los abogados, o para recibir
asistencia médica.
Los días transcurrían entre traslados de presos y extradiciones como las de “Juan Joyita”, “el
Maestro” y Jamioy, terminando así con la Torre 6. La cárcel ya tenía presos en las Torres 1, 2, 3, 4 y 5.
Y como la 6 se quedó sin huéspedes de peso pesado, la dirección general decidió que Miguel Rodríguez
y “Popeye” pasaran a un patio de presos comunes, lo que evidenciaba que el capo no sería extraditado
por el momento. Todos los extraditables estaban en el Patio 7, el más seguro de Cómbita y el menos
aburridor. Con rejas por todos lados, se hallaba más encerrado que los demás. Quizá por haber tenido
parámetros de construcción dictados por los norteamericanos, esta prisión resultaba más funcional. En
el centro se hallaba una buena cancha de fútbol encerrada por una malla metálica. La zona verde
conectaba con todos los patios. El pasillo central conectaba al Patio de visitas con “Sanidad” y con el
cubículo de los abogados. El área de la cocina sólo era frecuentada por los presos de confianza
encargados de elaborar los alimentos. Una inmensa garita “madre”, con seis pisos de altura, dominaba
los ocho patios y todos los espacios además de la malla que rodeaba toda la cárcel. A lo lejos se veían los
alojamientos de los guardias, su casino, la casa fiscal del director y las oficinas de la parte administrativa.
La malla era inmensa, muy tupida para evitar que los dedos pasaran y pudiera ser escalada, por si
alguien se atrevía a ascender los 6 metros de altura que tenía. Terminaba en alambre de púas, con las
letales concertinas, que equivalen a cientos de bisturíes, cubriendo toda la malla. Ésta era sólo la
primera parte, de ahí seguía la zona de sensores, luego otra protección electrificada también y venía una
más de menor altura pero asegurada con concertina en el piso y en la parte alta. Después había un
corredor por donde los guardias pasaban revista en la noche y por último, otra gran malla igualmente
segura y protegida. De ahí, a campo traviesa: ¡la libertad!
Garitas modernas, con panorámica de 360 grados, estaban distribuidas a lo largo de la gran malla.
Allí los guardias tenían fusiles 5.56. Todo esto componía el gran complejo de Cómbita.
“Popeye” se despidió de “Buonomo”, su compañero de celda y de los demás. Salió del patio junto
con Miguel Rodríguez. Los llevaron a la Torre 1, a un patio de presos comunes. El capo estaba
incómodo por la clase de personajes que lo habitaban. Eran personas curtidas por la vida, duros
guerreros, bandidos fieros y leales al patrón que ellos respetaran. Este tipo de presos maneja códigos de
honor, siempre listos para la pelea a cuchillo, que portan para defensa propia. Miguel Rodríguez y
“Popeye” no sabían pelear a cuchillo, el viejo capo a sus 51 años de edad, delgado, 1.70 de estatura, se
veía físicamente bien, pero nadie lo imaginaba dándose puños con un bandido callejero. Y “Popeye”,
quien para entonces ya andaba por los 40, sabía pelear pero a balazos. Los dos hombres caminaron
rápidamente al lado de los guardias que los escoltaron hasta la puerta del Patio 1. Cuando la puerta se
abrió sintieron la mirada de docenas de ojos fríos y curiosos, que les observaban a la defensiva; como en
la cárcel todo se sabe, los estaban esperando. “Popeye” y Miguel Rodríguez se miraron como dándose
ánimo al ver el escenario del patio, que albergaba desde ladrones, hasta asesinos sin escrúpulos que
matarían a su propia madre sin dudarlo. “Popeye” le dijo entre dientes:
—Tranquilo don Miguel… aquí encontraremos aliados que pelearán por nosotros. Usted solo
preocúpese de alistar la chequera, que del resto me encargo yo.
Ese día, en una jugada del destino “Popeye”, sin querer, terminó como lugarteniente de Miguel
Rodríguez Orejuela, su antiguo enemigo; pero la situación era tan dramática en el patio, que tenían que
sobrevivir con dinero e inteligencia y ambos se necesitaban. Los dos ingresaron lentamente y se
instalaron en las celdas asignadas. “Popeye” se dedicó a buscar entre la población carcelaria a los aliados
adecuados y por suerte, encontró un par de sicarios que habían trabajado con el Cartel de Medellín; de
inmediato ingresaron a las filas del poderoso Miguel Rodríguez, que comenzó a manejar el patio con
dinero y el poder que todavía le quedaba en la mafia.
Paulatinamente, la cárcel fue reacomodando su forma y los patios tomaron su perfil. La Torre 3 se
llenó de guerrilleros al mando del comandante de las FARC, Yesid Arteta, que fue trasladado de la
Cárcel de Valledupar. El Patio 5 quedó en manos de “Róbinson”, asesino de Ángel Custodio Gaitán
Mahecha; rápidamente se apoderaron de los patios e impusieron sus propias reglas “comunistas”, que
tuvieron que soportar los pocos presos que no eran guerrilleros.
Pero finalmente en el Patio de la Torre 1, la mayoría de los presos estaban felices con la llegada de
Miguel Rodríguez pues su dinero resultó una bendición para todos. El director de la Cárcel de Cómbita
tuvo que cumplir la tutela y la cárcel se inundó de radios; desde el amanecer se escuchaban las noticias
y la música por toda la torre, lo que animó a los prisioneros que tarareaban las canciones de moda;
también les quitaron las esposas, y eso relajó el ambiente.
Para “Popeye”, ésta era la mayor felicidad de cada día; esperaba poder llegar a la celda al caer la
tarde, ya casi de noche, después de hacer el aseo del patio, —tarea que siguió cumpliendo con agrado
para reducir sus años de condena—, y poder oír la radio para enterarse de todo lo que pasaba en el
mundo real. Logró entrar un hermosísimo radio Sony de 12 bandas. Lo cuidaba como un tesoro, se
recostaba en su litera y dejaba volar su imaginación sintonizando emisoras extranjeras y soñando con
que un día él podría conocer un nuevo mundo, más avanzado y tranquilo del que hasta el momento
había vivido.
Miguel Rodríguez terminó acomodándose en el patio. Ayudaba económicamente a los muchachos,
les regalaba tarjetas para llamar por teléfono, tenis, buzos. En la visita proporcionaba transporte con dos
buses para que sus familias fueran a verlos. Se ganó la lealtad y respeto de los fieros bandidos del patio,
que aprendieron a convivir con el jefe del Cartel de Cali.
Abrió el expendio de víveres para ellos. Cuando tenían problemas graves de violencia entre
compañeros, el viejo Miguel los hacía sacar rumbo a otro patio con la guardia. También era fanático del
aseo, casi enfermo por la pulcritud del patio. De los cuatro sanitarios de la torre, el viejo dejó uno para
su uso; un preso lo mantenía súper aseado. Se crearon normas de convivencia: en la hora de los
alimentos nadie podía entrar al sanitario que estaba a escasos 5 metros de los mesones de cemento que servían como comedor a los presos. También ordenó hacer un desarme de puñales y armas
cortopunzantes que fueron entregadas a la guardia. Todo era armonía en el Patio de la Torre 1 bajo las
órdenes de Miguel Rodríguez Orejuela. Con sus numerosos abogados, prestaba asesoría a los
prisioneros, algunos de ellos extremadamente pobres y olvidados en la prisión. Todas las mañanas un
preso llamado “Novillo” le organizaba la mesa que daba al centro del comedor. Allí el viejo colocaba sus
libros y alimentos. Nadie tocaba nada y sólo les era permitido sentarse a su lado a los presos de su
absoluta confianza.
Un día salió en televisión su hermano Gilberto Rodríguez; estaba en un concierto del cantante
Carlos Vives en plena Feria de Cali. Se veía feliz y relajado, “Popeye” miró de reojo a Miguel Rodríguez,
éste sonrió con picardía viendo a su hermano disfrutar de la libertad; no ocurrió lo mismo con las
autoridades que rabiaban viendo al poderoso mafioso disfrutar de los placeres de la vida.
En Cómbita, la vida de “Popeye” al lado de Miguel Rodríguez fue enriquecedora. Todos los días lo
acompañaba a hacer sus ejercicios, rutinariamente caminaban una hora a paso largo y hacían
estiramientos. Cuando el sol salía, el vanidoso hombre se echaba bronceador y se tiraba en una toalla al
piso a quemarse, cuidaba mucho su figura. Pero no todo era perfecto pues el hombre era
hipocondríaco; tomaba muchos medicamentos, por el estrés que manejaba le dolía la cabeza
constantemente y tomaba unas gotas que según decía, le hacían daño al hígado, pero siempre las pedía.
Se tomaba una pastilla para dormirse, otra para despertarse, otra por si había brote de gripa en el patio.
No le faltaba su buena pastilla para relajarse. Vitaminas a toda hora. Antes de hablar por el teléfono
limpiaba con pañitos húmedos la bocina. Ah, jamás le faltaba la pastilla para la rinitis que le ocasionaba
el frío de la cárcel. Casi que si pasaba por el lado de alguno que tuviera mala suerte se le pegaba…
Un buen día estaba Miguel en el teléfono cuando “Popeye” pasó trapeando con un ambientador
muy fuerte y ahí mismo tuvo una hemorragia nasal. En el acto se enojó y fue necesario parar la
trapeada. Los perfumes le daban náuseas y los olores fuertes le hacían sangrar la nariz. Molestaba
porque el televisor estaba a volumen muy alto. En el Patio de Visitas, se enfurecía porque los
muchachos tocaban de frente a sus parejas y bajo las cobijas, tenían relaciones. Había un lugar al que
llamaron “Puerto D”; el guardia controlaba los actos obscenos, pero en “Puerto D”, ni se animaban a
enfrentarse a los ansiosos presos. Bajo las mantas podía pasar cualquier cosa. El lío era que la esposa de
Miguel, sus hijas y los familiares de otros narcos, tenían que ver esto. A Rodríguez y otros detenidos no
les agradaba tener que presenciar estas escenas. Entonces le tocó a “Popeye” lograr que los muchachos
le bajaran un poco al asunto en la visita comunal, cosa que logró con respeto y tacto.
A la visita de los sábados entraban sólo hombres. Podían entrar dos por preso; a la semana siguiente,
en domingo, correspondía la visita a las mujeres. Y el sábado, hombres de nuevo. La visita familiar
estaba asignada para el domingo siguiente. La conyugal era cada 45 días en las 26 habitaciones ubicadas
arriba del Patio de Visitas.
Los colchones permanecían muy sucios. Era frecuente que las parejas no dejaran limpio el lugar, lo
que obviamente resultaba muy desagradable. Pero el tiempo no se podía perder aseando… La
habitación tenía un colchón “anti fluidos”, grande, en un planchón de cemento, ducha, lavamanos y
sanitario.
Miguel siempre protestaba por el aseo cuando le tocaba la conyugal. El viejo tenía sus ataques pero
los muchachos le sabían manejar el genio. Cuando se pegaba del teléfono era de miedo. Mujeriego
como ninguno; el destino le dio su dolor de cabeza. Una espectacular mujer lo tenía loco. Una caleña
de 34 años de edad, trigueña, cabello negro, hermosa, alta, sexi, única. Era la viuda de un
narcotraficante del Norte del Valle de apellido Oquendo. El caso era que esa muñeca lo hacía sufrir. En
la Cárcel La Picota ella lo visitaba con frecuencia, pero en Cómbita por la requisa, no la dejaba asistir. Un viejo enamorado es cosa seria. La muñequita jugaba con él, que vivía atento a sus caprichos. Si
había corrida de toros le mandaba comprar unas buenas entradas en el mejor lugar de la plaza. Ella las
rechazaba y ahí se pegaba Miguel al teléfono tres horas a pelearle como un adolescente encaprichado.
Lo mismo le hacía la voluntariosa mujer cuando había un concierto de un artista famoso. Él estaba
pendiente de enviarle flores y le prometía lo imposible: mi amor, el próximo año salgo en libertad y
estaré contigo.
Cuando el viejo estaba preso en la Cárcel de Palmira, salía en las noches a visitar a su espectacular
novia. Pero en la prisión de Cómbita las cosas eran a otro precio. Sufría cuando veía en la televisión la
Feria de Cali. Contaba sus anécdotas de grandes fiestas con orquestas internacionales y mujeres
hermosas. Se ufanaba de tener el mejor sitio en el recorrido de la feria. Su otra pasión: el fútbol. Como
fuera se las ingeniaba para ver en el televisor comunal a su equipo del alma, el América de Cali. Si
transmitían un encuentro padecía como loco, así que siempre tomaba una pastilla. En realidad, por
todo soltaba una lágrima; el viejo lloraba despidiendo un avión de carga. Tenía unas hijas preciosas. Un
día, al llegar la visita, le dijo a “Popeye”:
—Ve monpa… ¿viste mis hijas?
—Sí, señor, ¡son hermosas! —Contestó el sicario tranquilamente, mientras Miguel Rodríguez le
miraba fúricamente, recordando el pasado…
—Pues el día que te ibas a meter en mi casa, ¡las ibas a matar hp.…!
“Popeye” se quedó frío ante la arremetida. Recordó la historia cuando era sicario del Cartel de
Medellín y peleaba a muerte contra el Cartel de Cali. “El Patrón”, Pablo Escobar, junto con Jorge Luis
Ochoa Vásquez, organizó un operativo helitransportado para atacar la casa del segundo del clan de los
Rodríguez.
Su casa en Cali era inmensa, el plan era aterrizar sobre las dos canchas de tenis y dispararle a todo lo
que se moviera. El intento fracasó porque uno de los dos helicópteros tuvo una falla técnica,
supuestamente. La Policía llegó al aparato y todo se frustró. Los pilotos y los bandidos ganaron la
carretera y desaparecieron. En el helicóptero encontraron una foto aérea de la casa de Miguel
Rodríguez y todo el armamento que los asesinos iban a utilizar en el atentado.
“Popeye” recobró la compostura y mirándolo a los ojos respondió:
—No, no, no, don Miguel. La orden era muy precisa; sólo disparar a sus escoltas y ejecutarlo a
usted… —Le dijo con seguridad.
Si ese día se logra el atentado a la casa del poderoso mafioso, habrían sido asesinados todos los que
estuvieran en la propiedad, incluso sus hermosas hijas. Esa era la orden de Escobar.
Cerca de esa misma casa, detonaron un carro bomba al paso de la caravana de Miguel Rodríguez. Al
viejo no le pasó nada aquel día. También se quejó con “Popeye” del bombazo. Éste, ante los reclamos
de Miguel, su ex enemigo, se hizo el loco y la vida continúo normal y cordial para los dos hombres
supervivientes de los poderosos carteles.
Una mañana apareció lo que tanto habían ansiado los presos: una máquina de bebidas calientes. En
cada torre fue instalada una. Era un alivio tomar café caliente o aromática. Miguel Rodríguez pagaba
todo el abastecimiento y mantenimiento de la nueva adquisición. La fila de los muchachos a la máquina
alegraba al viejo que desde su mesa y bajo sus finas gafas, miraba con satisfacción a los hombres que
disfrutaban con alegría ese pequeño lujo que sostenía el capo.
“Popeye” seguía la vida rutinaria del penal sin dejarse permear por la monotonía de la cárcel, sino
perfeccionando el arte de disfrutar las cosas pequeñas que le daba la vida. Estaba en población
carcelaria, tenía un empleo para rebajar la condena, limpiando el patio; además, poseía algunos tesoros:
su radio transistor, la hermosa cobija de colores y dos espectaculares almohadas de plumas con fundas
de encaje; pero lo que más disfrutaba ahora eran los buzos y tenis de marca que le llevaban a recordar
con nostalgia su efímero poder en el narcotráfico, de tanto tiempo atrás. Qué poco quedaba de todo
aquello, qué pasajeras son las cosas en la vida…
En medio de las circunstancias, para él la Cárcel de Cómbita era un paraíso, en comparación con la
de Valledupar. Ahora disfrutaba del frío sin la invasión de hambrientos zancudos que les devoraban sin
misericordia.
Un día mientras los presos bromeaban en el patio y en medio de las risas de los compañeros, un
extra en el noticiero de televisión dejó a todos estupefactos y con la atención puesta en el presentador
que anunciaba con fuerza:
¡Fue detenido en Cali, por la Policía, Gilberto Rodríguez Orejuela!… Vuelve a prisión. Esta vez sí será
extraditado.
La noticia hizo palidecer a Miguel Rodríguez; sus compañeros lo miraron con asombro, el capo
prefirió guardar silencio esperando novedades… sabía que el siguiente extraditado sería él. En el acto la
guardia penitenciaria llegó al patio y le notificó que tenían órdenes de trasladarlo a la Cárcel de Girón
en Santander, porque su hermano Gilberto sería llevado de regreso a Cómbita. Fue un duro golpe a los
Rodríguez Orejuela. Miguel guardó silencio. Recogió sus cosas de la celda, se despidió de los presos,
estos con nostalgia le agradecieron su ayuda; él sonrió con tristeza pero nunca bajó la cabeza siempre
conservó su dignidad, dio media vuelta y salió del patio sin mirar atrás; el silencio imperaba en la torre,
todos sabían que no volverían a ver con vida al viejo gruñón que mejoró su condena. “Popeye” no
pronunció palabra por puro respeto. Se sentía privilegiado de estar vivo y poder ver el derrumbe de los
poderosos capos que un día lo persiguieron a muerte, con quienes al final resultó unido por el destino,
en el peor escenario que un hombre puede vivir: la pérdida de la libertad. Pero también ese mismo
destino les enseñó que para sobrevivir… se debe perdonar. De lo contrario habrían muerto en la cárcel,
sin el apoyo que se brindaron mutuamente.
El siguiente paso fue llevar a Gilberto Rodríguez a la enfermería del penal. La noticia le disparó su
presión arterial y empezó a tener problemas del corazón. Días después “Popeye” lo encontró en los
cubículos de abogados; ya no era el mismo capo de mirada desafiante que se enfrentó a Pablo Escobar.
Se detuvo un momento y con una mirada triste le dijo:
—“Popeye”, Pablo Escobar tenía razón: …“es preferible una tumba en Colombia que una cárcel en
los EE.UU…” ¡La extradición es mortal!
¿Por qué van a extraditar a los Rodríguez Orejuela? Se preguntaba todo el mundo. Los genios
respondían “por actos cometidos después del año 1997”.
Los hermanos Rodríguez, según decían, nunca sacaron de su dinero para algo que beneficiara a toda
la mafia. Seguros de que no iban a ser extraditados, comenzaron a hacer planes y a tejer su libertad.
Con el apoyo que tenían en el Congreso, buscaban una rebaja de penas para todos los presos de
Colombia, para que así no fuera tan evidente el beneficio directo para ellos. La solución, traer al Papa
Juan Pablo II a Colombia. El precio 10 millones de dólares, entre lo que supuestamente cobraba El
Vaticano y lo que había que darle a algunos congresistas colombianos, quienes les ayudarían a aprobar
una ley de rebaja de penas que les beneficiaría además con una nueva reducción a sus condenas.
El encargado de los contactos en El Vaticano fue el venezolano Fernando José Flórez Garmendia,
alias “el Gordo”, quien también tenía una ruta de narcotráfico por Venezuela, la cual se utilizaría para
enviar un cargamento con el que se financiaría la traída del Papa, por parte de los Rodríguez Orejuela.
El plan era perfecto, enviaban la droga, ganaban millones de dólares extra, recibirían la bendición del
Papa, sin que éste se enterara y finalmente conseguirían la sexta parte de la rebaja de penas y otra por la
ley del Congreso; así los narcotraficantes saldrían 5 años antes de su condena. Muchos de sus familiares y amigos les dijeron que era una idea descabellada y que todo parecía un fraude por parte de “el Gordo
Garmendia”, los curas involucrados en hacer las gestiones en Roma y los Congresistas. A todos se les
había dado dinero por su participación. La terquedad de los Rodríguez pudo más que los consejos de
los que veían la evidente “tumbada” en la llamada “Operación Papal”. Y siguieron adelante con el
brillante plan. Pasaron los meses y todos en la Cárcel La Picota esperaban ansiosos los milagros divinos.
Un día llegó la noticia final pero… no venía de Roma sino de EE.UU… La droga se cayó y los
federales la decomisaron… “el Gordo Garmendia” ahora sí estaba metido en serios problemas… ¡y los
Rodríguez también…!
Así lo comentó uno de los narcos detenido en Alta Seguridad. La DEA le seguía los pasos a “el
Gordo Garmendia”, y sabía de sus andanzas en Venezuela. Esperaron con paciencia a que cometiera un
error, ese momento llegó y éste cayó de la manera más obvia. Había entrado a la Cárcel La Picota a
visitar a los Rodríguez Orejuela; este dato alertó a los federales que le vigilaron hasta la familia. La
droga fue interceptada y “el Gordo Garmendia” fue detenido en Colombia y pedido en extradición; no
resistió la presión y prefirió salirse rápido del problema: se les torció a los jefes del Cartel de Cali y
decidió colaborar con la DEA. Fue llevado a Cómbita por seguridad.
“El Gordo” se convierte en uno de los testigos estrella contra los Rodríguez Orejuela en los EE.UU.,
y les revive la extradición por enviar droga después del año 1997.
Cuando “el Gordo Garmendia” llegó al penal de Cómbita, los guardias tuvieron que reforzarle el
planchón para dormir. Por el vidrio se veía que medía 1.80 metros y pesaba cuando menos unos 170
kilos, ¡quizá más! Se balanceaba para caminar. No podía pegar los brazos al cuerpo. Por su obesidad se
movía como con los brazos abiertos, casi como si controlara el tráfico. Tenía un estómago enorme,
“murillo” en la nuca, cara gorda con papada, la ropa ancha que usaba lo hacía ver más gordo. Tenía un
súper problema. No se podía asear el trasero, sus brazos eran muy cortos y no le llegaban a donde la
espalda pierde su nombre; esto lo solucionó la cárcel, consiguiéndole otro preso que por dinero hiciera
esta titánica tarea. Hasta dónde llegan las miserias humanas y hasta dónde la necesidad humilla a los
hombres…
“El Gordo”, no se privaba de la visita íntima; nadie sabía cómo era el sexo ahí, pero se encerraba con
su mujer en la pieza de conyugales… Al final fue extraditado. No se sabe cómo se lo llevaron los
norteamericanos… ¿Quién le aseará en los EE.UU.?
El inminente destino de los hermanos Rodríguez siguió su rumbo. La última vez que “Popeye” vio a
Gilberto Rodríguez fue en la cancha de fútbol de la cárcel, tomando el sol. Lo tenían en el patio de
tercera edad y era sacado una vez a la semana con los viejitos a hacer ejercicio. Trataba de correr, pero
los años y su sobrepeso no se lo permitían. Tiempo después fue trasladado a la Cárcel La Picota en
Bogotá y de ahí rumbo a EE.UU., extraditado. Una botella con agua fue su última compañía; iba
vestido con sencillez pero con fina ropa de marca. Sobre su chaqueta llevaba un chaleco antibalas. Lo
introdujeron en un avión de la DEA y allí se lo llevaron de Colombia. Adiós familia, adiós Feria de
Cali, adiós a sus bellas amantes, adiós a su poder económico y político…
El turno llegó luego para su hermano Miguel Rodríguez. Fue sacado de la Cárcel de Girón en un
helicóptero. En la televisión lo mostraron caminando con paso firme y desafiante; esposado, se lo tragó
un Jet de la DEA. Fue el final en Colombia de los poderosos jefes del Cartel de Cali…
La Cabo Aneida.
Cuando el gato duerme los ratones hacen fiesta! Así dice un viejo refrán y eso parecía estar pasando
esa noche en Cómbita. Todos estaban distraídos con la extradición de los Rodríguez Orejuela. Los que
si se encontraban concentrados en lo suyo eran Gerardo y Cristóbal, dos presos que aprovecharon el
descuido para intentar fugarse.
11:30 p.m. Cristóbal abandona su celda en el segundo piso del Patio 2. Como un gato, se pegó al
tubo de PVC que paralelo a su ventana llevaba agua al otro piso. Sigilosamente cayó en la zona verde.
Detrás venía Gerardo quien torpemente, al caer, reventó el tubo y el agua comenzó a rodar por la pared
haciendo un pequeño pozo en el piso. No le dieron importancia, corrieron hacia la malla, se pararon en
un punto muerto previamente identificado y esperaron unos minutos. Ese sitio era el único donde una
persona no podía ser vista desde la garita del guardia.
Los fugitivos llevaban en el hombro dos cobijas gruesas y ganchos para escalar la tupida reja. La fuga
estaba bien planeada y lo hubieran logrado de no ser por el pequeño detalle que dejaron atrás.
Apareció la Cabo Aneida quien por casualidad pasaba por el lugar; iba concentrada en su paseo. La
neblina cubría la inmensa mole de cemento haciéndola más tétrica de lo que ya era. A lo lejos sólo se
escuchaba el croar de las ranas. Pero otro ruido más sutil y cercano llamó la atención de la mujer. Se
detuvo orientando el oído hacia el sigiloso goteo que resbalaba por la pared; al caer al piso el agua
reveló su posición. La astuta cabo caminó siguiendo el rumbo del agua, se paró justo enfrente del tubo
roto, levantó la mirada y notó algo extraño en los barrotes de la ventana del segundo piso. De
inmediato comprendió que algo andaba mal, dirigió su linterna hacia la malla y corrió en esa dirección,
dando la alarma de fuga.
Los prófugos ya habían avanzado y cuando voltearon a mirar se encontraron de frente con la cabo.
Cristóbal ya estaba instalando la cobija sobre la concertina para no lastimarse las manos. Gerardo ya
había alcanzado la primera malla y se dirigía a la segunda.
La cabo sacó su pistola y disparó dos veces al aire dando la voz de alerta a los fugados y a sus
compañeros que corrieron a apoyarla. El centinela de la garita, desde lejos, les apuntó con el fusil y
accionó la alarma del penal que advirtió a todos de la evasión, con su estridente ruido.
Los presos asustados se bajaron en el acto, sabían lo que les esperaba. Los guardias los esposaron y
les pegaron brutalmente. Los dejaron en la parte de “Recepciones” con vigilancia especial en las celdas
17 y 18. En la celda de los hombres se encontró la segueta con la que cortaron los barrotes. Se inició
una investigación exhaustiva que terminó en nada. Todos sabían que algún guardia les había ayudado
porque además de la segueta los prófugos tenían que pasar por la malla electrificada y la zona de
sensores; era casi imposible que ellos conociendo esto, se hubieran aventurado a la fuga. Y si alguien no
les ayudó entonces eran privilegiados y tenían información clasificada sobre el funcionamiento de la
seguridad de la cárcel, o, solamente se querían “suicidar” fuera de la celda…
Cualquiera de las anteriores hipótesis nunca fue aclarada, lo que sí se vivió fue el malestar de la
guardia que cogió a patadas a los presos. La furia de la Cabo Aneida fue tal que les golpeó hasta agotar
fuerzas; los funcionarios justificaron la paliza. Si los dos presos hubieran coronado la huida, los
custodios habrían perdido su empleo y la cárcel ya no estaría clasificada como de Alta Seguridad.
El intento de fuga fue notificado a las autoridades norteamericanas que pedían a los hombres y en
menos de quince días un avión llegó por ellos para extraditarlos.
Gerardo Herrera Guilles y Cristóbal Alvarado Herrera fueron rápidamente acusados por secuestro
de los norteamericanos Leonardo Cortez, Dennis Corre, Steve Terry, Hasson Abey, David Bradley y el
asesinato de Ron Sanders, ocurrido en 1999.
El grupo de secuestradores se dividió con las declaraciones que en EE.UU., dieron unos contra los
otros. Finalmente Gerardo Herrera Guilles y Cristóbal Alvarado fueron condenados a 30 años de cárcel.
Juan Luis Bravo, alias “Juan Joyita”, Henry Jamioy Quistinal y José del Carmen Álvarez, alias “el
Maestro”, a 20 años de prisión.
Los condenó el Juez Henry H. Kennedy de la corte del Distrito de Columbia en Washington.
Todos los hombres pertenecían a una banda de secuestradores que operaba en Ecuador, contra
ciudadanos extranjeros, extorsionando a las empresas petroleras en donde trabajaban. Asesinaban a sus
víctimas cuando no pagaban el rescate.
Con los años, la acción valerosa de la Cabo Aneida y su excelente desempeño profesional se vieron
empañados con su propio drama.
Nadie sabe cuándo fue que su esposo se metió a las filas de los paramilitares del Llano, organización
armada al margen de la ley. Como era de esperarse, un buen día lo capturaron y lo llevaron a la Cárcel
de Cómbita, al Patio de “Recepciones” en donde fue recibido por “Popeye”. Cuando ingresó, éste no le
prestó mucha atención hasta que le pidió un favor que ningún compañero puede negar.
—Hola “Popeye”, yo soy amigo de “Solín”. —dice, el hombre extendiéndole la diminuta mano por
la rejilla de la celda.
—Amigo, ¿en qué le puedo servir? —Le contesta, estrechándole la mano, aceptando su saludo.
—Necesito llamar a mi esposa. Responde el pálido hombre un poco apenado.
—Claro que sí hermano, ya le busco al guardia para que le podamos colaborar. —Afirma con
entusiasmo “Popeye”. Fue y convenció al guardia para que le permitieran llamar por teléfono al
misterioso preso. Cuando éste termina de hacer su llamada el guardia le interroga indiscretamente:
—¿Usted es el esposo de la Cabo Aneida?
El hombre sorprendido y abochornado dirige su mirada hacia la de “Popeye” que lo observaba con
curiosidad, pues sabía lo que eso significaba, y no era bueno para el hombre y menos para su esposa, esa
situación marital en una cárcel de alta seguridad.
—Sí, yo soy el esposo. —Respondió cortante al guardia que se quedó apenado entendiendo su
indiscreción, mientras “Popeye” y el paramilitar se iban juntos a la celda…Ya ahí le contó su historia de
amor con la Cabo.
Se habían conocido años atrás cuando él fingía ser un exitoso ganadero en el Llano. Ella no sabía
nada de sus actividades paramilitares, se había separado de su primer esposo y tenía dos hijos pequeños
para criar. Era una buena mujer, honesta y seria. El paramilitar la cortejó durante un tiempo hasta que
se enamoraron locamente y formalizaron su relación. Al principio todo marchó bien, ella era suboficial
de la guardia penitenciaria y honesta con su trabajo, pero con el tiempo el desarrollo de la guerra
evidenció las verdaderas actividades de su esposo y al final se enteró de todo. Ya nada podía hacer, era
su mujer, lo quería y tenía que sacar a su familia adelante. Siempre fue leal a la institución pero se
enfrentó a la lealtad de esposa. Un día el hombre fue capturado y enviado a una cárcel distrital en
donde ella tenía mando. Los guardias se ensañaron con él cuando conocieron la historia, pero fue peor
cuando se filtró a los presos. Estos decían que él era el soplón y le informaba sobre el tráfico de drogas y
celulares que se movía en la cárcel. Pero era falso, el paramilitar era un hombre serio y de palabra,
nunca le comentó nada a su mujer que de vez en cuando se daba sus escapadas amorosas en la prisión donde estaban para cumplir con la visita conyugal.
Los dos vivían sus vidas desde diferentes ángulos del destino. Cuando los otros guardias le
allanaban la celda y le quitaban sus cosas personales, ella intervenía y se las hacía devolver. Los presos
no la querían mucho porque decían que era soberbia y los maltrataba. Su esposo recorrió varias cárceles
antes de llegar a Cómbita. Pasaron los años y un día “Popeye” tuvo noticias sobre la pareja de
enamorados. A su Patio de “Recepciones” llegó “Solín”, otro paramilitar compañero del esposo de la
Cabo Aneida.
Cuando “Popeye” le preguntó por el amigo, éste le dijo:
—“El flaco” murió de sida en la Cárcel La Picota, ¿no sabía?
A “Popeye” la noticia le enfrió el alma.
—Sí… el hombre de un momento a otro se comenzó a secar y le salieron unas manchas raras. Sólo
al final nos confesó que tenía sida y en dos meses se murió… el muy tonto no quiso tomarse la
medicina que le daban para que nadie se enterara y mira, se fue para el otro lado.
—¿Y la Cabo? —Dijo “Popeye” preocupado.
—Dicen que ella también está enferma pero que si se cuida, con el tratamiento puede vivir más
años.
La noticia entristeció a “Popeye” que recordó al tímido hombre que siempre fue serio y buen preso.
Lamentó lo de la Cabo y pensó que el destino es un juego incierto, para la vida de todos, sin excepción.
¿Qué dirían ahora los prófugos Gerardo y Cristóbal del trágico sino de la Cabo? Ella les cambió
radicalmente el de ellos al evitar su fuga de Cómbita y les aceleró su viaje a una cárcel norteamericana
en donde pagarían, con su vida en prisión, la que les quitaron a seres inocentes cuando los asesinaron…
Esa noche, “Popeye” se acostó a dormir reflexionando sobre su propio destino y fue inevitable que
viniera a su mente la frase predilecta de Pablo Escobar, que tanto repetía:
¡Juego mi vida, cambio mi vida. De todos modos la llevo perdida…!
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La conclusión de la historia para “Popeye”, fue que los hombres se empeñan en cuidar lo que ya
todos tienen perdido. Y terminaba otro día más en prisión, diciendo en voz alta…
—¡Quizá no sea tan malo morir bajo una lluvia de balas!
Extraditables y paramilitares.
Después de la extradición de los hermanos Rodríguez Orejuela, “Popeye” fue llevado a la Torre 2.
Para él, ingresar a un nuevo patio era algo positivo. Este lugar estaba en manos de los
paramilitares; sabía que para sobrevivir tenía que obedecer la línea de mando y bajar su perfil. Su jefe,
“el Chiqui”, un comandante de temer; era una fiera, pero justo y leal. Con apenas 1.60 metros de
estatura se le medía a cualquiera, nada lo intimidaba, todos lo respetaban. “Pope” se camufló en el
grupo y obedeció las normas de los nuevos mandos. Estaba tranquilo pero cuidándose de todos. Los
patios de las torres 1 y 2 son identicos en cuanto a estructura, sólo difiere en población carcelaria
dividida ideológica y judicialmente. Aquí no todos pertenecían a las filas paramilitares habían muchos
sociales y otros por delitos de alta peligrosidad, los cuales rápidamente se aliaron con “Popeye”. Él,
inteligentemente se mimetizó entre ellos y se quedó tranquilo. Organizó bien su celda en el primer piso,
con “el Caleño”, un apartamentero que purgaba una condena de escasos seis años, por hurto. Tener un
buen compañero es una suerte. Él no fumaba y “el Caleño” tampoco; los dos muy aseados y ordenados,
su lema de condena era ¡voy es para adelante!
Y así era. Continuó pagando su pena haciendo ejercicio, fortaleciéndose para enfrentar el futuro
aunque éste fuera incierto. Estaba lleno de energía física y emocional; se alimentaba de todo lo que
estaba sucediendo en el país. Por esos días el gobierno del Presidente Álvaro Uribe adelantaba
negociaciones con los paramilitares y el ambiente en Colombia era de optimismo. “Popeye” no perdía
detalle de lo que se comentaba en la cárcel, en donde la población seguía aumentando. En su patio
había 204 almas por lo que ya el sitio se quedaba pequeño para tanto preso. Los salvaba que podían
moverse en los pasillos de los pisos altos y cada día se escuchaba, a lo lejos, el alboroto que se formaba
cuando llegaba un preso nuevo, más si era extraditable, pues tenía que pagar el precio del ingreso a
Cómbita, de por sí traumático y espeluznante para cualquier ser humano, por bandido que sea.
Es tradicional en este penal, que, cuando un preso es ingresado a las instalaciones debe pasar por el
Patio 7, el de extraditables; casi siempre lo hacen en horas de la noche. El detenido llega golpeado por
la captura y la dura realidad de estar en una cárcel. No sabe qué hay adentro. Al recién llegado le
toman la foto y lo reseñan. En la noche, lo conducen a su celda para que se instale. Sólo le dan un
colchón de espuma que, junto a sus pocas pertenencias, acompañan al afligido hombre quien, con la
cabeza agachada camina despacio apretando bajo el brazo su colchón, rumbo a la Torre 7.
Cómbita de noche se ve y se siente tranquila. El largo trayecto entre el lugar de la reseña y la torre,
se hace corto ante la expectativa de lo que se encontrará detrás de la puerta principal. Las pocas luces
del pasillo dan un halo de misterio y miedo. Cuando se abre la pequeña puerta de la temida torre,
estalla el monstruo a una sola voz; se oye una gritería impresionante; los presos golpean con furia las
puertas de metal, y entre el ensordecedor ruido se filtran las voces que a todo pulmón anuncian
tragedia. Para el preso nuevo es el fin del mundo; queda petrificado al encontrarse de frente con este
panorama. Todos sienten lo mismo cuando lo viven. ¡Ese hombre es mío…! ¡Éntrelo a mi celda…! ¡La
chaqueta me pertenece…! ¡Los tenis me quedan buenos…! El aturdido visitante queda petrificado en el
quicio de la puerta sin atreverse a dar el paso definitivo hacia adentro, mientras los guardias,
conocedores de la situación, lo empujan para que el detenido se aclimate a su nueva condición.
¡Aquí se me acabó la vida! ¡Perdí mi libertad y ahora también voy a perder mi hombría!.. Es lo que
piensan algunos asustados por el temor de ser violados en prisión.
Otros, sólo atinan a invocar al Todopoderoso para que los proteja de la desgracia: esto solo me pasa
a mí… todo está perdido… ¡Diosito ayúdame!
Y al final, a todos les toca entrar y desfilar por el pasillo ante la mirada de ansiosos verdugos que les
sentencian lo peor. Los gritos se escuchan excitados y cada vez más histéricos, también ellos desfogan de
esta forma algo de sus frustraciones.
Terminando el recorrido se calma la algarabía; la noche es traumática para el nuevo que duerme
vestido, protegiendo su honor. Después, la mayoría manifiesta no haber pegado el ojo en toda la noche
esperando el momento trágico. El amanecer es más angustiante cuando se entera que no se puede
escapar del baño diario… y lo peor llega cuando ve que todos los presos están desnudos en la ducha. El
pobre hombre se bañaba en segundos sin reparar en el agua helada que corre por su tembloroso cuerpo,
concentrado únicamente en cuidar su integridad, hasta el último momento.
La mañana llega acompañada de una neblina constante y penetrante; es cruel para todos y quieran
o no, se deprimen. Las duchas al descubierto no dan lugar a la privacidad y los cuerpos desnudos de
docenas de presos dan cuenta de que han perdido algo más que la libertad. Cuando el agua se
suspende en las regaderas comunales, todo el mundo va al patio. Llega el mísero desayuno y el incauto
preso es informado por sus compañeros de algo insólito. Le dicen que puede estar tranquilo porque
ninguna de las amenazas de la noche anterior va a ser cumplida, es un complot para divertirse con los
presos como parte del ritual de bienvenida que se aplica a los recién llegados. Al escuchar la noticia, se
ve como el alma vuelve al cuerpo del infortunado hombre que acaba de padecer la amarga experiencia.
La venganza es dulce y podría suceder que esa noche llegue un preso nuevo y seguramente él mismo se
podría liberar de toda la frustración que sintió, en carne propia, cuando jugaron con su hombría. Es un
ritual cruel pero rompe la rutina de la cárcel y todos los presos se ríen del miedo de los demás. Por
respeto, estas bromas nunca las hacen a los jefes paramilitares o jefes de los carteles que pasan por ahí.
A los guerrilleros los ubican en otra torre.
Al interior de la cárcel las torres están enrejadas; algunos patios se ven infestados de cobijas colgadas
por todos lados, toallas, ropa. Como un infierno en clima frío…
Los presos siempre son solidarios y colaboran con los que acaban de ingresar. Un alma caritativa se
compadece del nuevo y le ofrece una tarjeta para llamar a su familia. Cada torre tiene su propio ritmo
de vida y cada quien está en lo suyo. Unos van a lavar ropa, otros a los teléfonos o al televisor; los
presos antiguos tienen sus lugares en los mesones donde cuelgan hamacas improvisadas con sábanas;
algunos aprovechan el tiempo para estudiar inglés. A las 8:00 a.m., se abre el expendio que vende los
víveres y comienza un nuevo día, uno más como los anteriores…
Las tertulias entre los extraditables recluidos en el Patio 7 eran habituales. Algunos de ellos cuentan
con un nivel cultural aceptable y se comportan de manera educada y prudente; generalmente son muy
jóvenes y se les nota la diferencia. Bien vestidos, gastan dinero en comida, tarjetas y personal externo a
su servicio. Pasan sus días en medio de las visitas familiares, abogados y discusiones entre ellos,
haciendo cábalas sobre sus procesos:
—Lo mío no es nada, —dicen algunos.
—Es mejor estar en los EE.UU., para arreglar mi problema de una vez… —comenta otro más
cuerdo.
—En dos años estoy de regreso… —habla el optimista.
—Las cárceles en los Estados Unidos están mejor que acá. Allí se puede estudiar y hacer ejercicio.
Hay zonas verdes, ¡la comida es de lujo! —Asegura el iluso.
—Mi abogado me dijo que ya vio mi caso y que todo está muy bien; ¡pero que si veía la forma de
volarme era mejor para mí! —Concluye el bromista.
Y como no falta el pesimista, éste les anuncia que en EE.UU., todas las condenas no rebajan de 15
años. Los tertulianos lo miran decepcionados al ver cómo les aterriza en la realidad.
Paradójicamente en la cárcel el tiempo pasa más rápido para los extraditables que para el resto de
prisioneros. Cada visita familiar es especial para el hombre; no hay mejores padres que los que están
fuera de la ley, aman con furia a la familia y más si saben que difícilmente la volverán a ver reunida; los
visados para los EE.UU., son difíciles de obtener.
El día de visita familiar es especial para los presos porque pueden disfrutar de cuatro maravillosas
horas con los suyos. El lugar se transforma con la llegada de los familiares; los niños juegan y gritan,
ahuyentando el dolor que infecta al maldito presidio. Todos disfrutan de cada segundo. Los presos que
tienen el privilegio de recibir visita, se cargan de energía para seguir haciendo frente a su castigo. Al
final el reloj los alcanza avanzando más rápido de lo habitual.
El patio es pequeño, tiene bancos de piedra distribuidos en el lugar, donde hace un frío inclemente.
Los reclusos siempre llevan medias y cobijas a sus familiares para que se cubran, pues la mayoría no está
acostumbrada a las bajas temperaturas y llegan temblando al patio. Esas cuatro horas de placer son
irremplazables. Cada preso se dedica a los suyos. Las madres se sumen en el dolor de ver la desgracia de
sus hijos. Qué angustia tan grande debe causar esa circunstancia a cualquier madre. Constantemente se
las puede ver secándose las lágrimas que ruedan por sus mejillas marchitas, mientras con sus cansadas
manos reparten caricias a su hijo caído en desgracia, tratando de llevar en la memoria de sus dedos el
rostro de aquel a quien no saben si volverán a encontrar con vida, en la siguiente ocasión.
La ansiedad se acrecienta cuando el guardia anuncia que la visita familiar terminó. En ese momento
todas las miradas caen sobre el reloj de la pared, con la ilusión de que no sea cierto; pero la realidad es
que el tiempo pasó y la visita debe salir. Los familiares se despiden a regañadientes, no sin antes llorar y
dar bendiciones a diestra y siniestra.
Enseguida, los reclusos, con desgano, se dirigen al conteo y revisión antes de poder regresar a las
celdas, con su amargura a cuestas…
Pero alrededor de las visitas familiares se vive un drama que pocos conocen; muchas mujeres no
tienen idea de lo que sus hombres deben hacer dentro de la prisión para poder disfrutar de esos
momentos.
Más de 1300 internos conviven diariamente en Cómbita y, como en todas las cárceles del país, los
presos están estratificados por las circunstancias de la vida. Existen los presos “VIP”, que son los que
tienen dinero y poder; los de clase media que sobrellevan aceptablemente la vida; los pobres que apenas
se puede decir que viven y los muy pobres que luchan por no morir…
Los estratos delincuenciales más bajos son los que están dispuestos a vender a su propia madre por
dinero; los presos poderosos económicamente son los que pueden pagar y comprar lo que deseen, sin
importar las consecuencias; y, los desafortunados, que por cosas del destino, inocentes o culpables,
tienen que acomodarse a lo que sea.
Hay casos muy tristes de reclusos que les venden a otros el pollo, o la carne de las comidas diarias
que les suministra el penal, a cambio de un poco de dinero para poder comprar algo decente en el
caspete y tenerle así algún detalle a la familia o a la esposa el día de visita. Ahí es donde la mayoría de
las mujeres corresponden con su lealtad y amor hacia su marido, acompañándolo cada quince días en la
visita familiar.
Muchos de los extraditables y jefes paramilitares tienen como pareja a mujeres bellas que llegan a la
puerta del penal en lujosas camionetas último modelo, con escoltas y oliendo a fino perfume. A la
entrada de la cárcel se las ve incómodas con las extremas requisas de la guardia, pero tanto las hermosas
mujeres de los poderosos, como las esposas de los pobres y humildes, comparten la misma dolorosa
realidad, con iguales sentimientos de alegría e ilusión a la llegada y de tristeza y soledad cuando
abandonan la cárcel, dejando atrás a sus hombres, para esperar el reencuentro 45 días después en la
visita íntima, con la esperanza de estar en la misma puerta de la prisión porque su hombre aún sigue
vivo. La única diferencia y lo más curioso es que la mayoría de las mujeres humildes, —las que huelen a
perfumes corrientes, cuyos cuerpos descuidados y deteriorados no se comparan con la abundancia de
silicona que se ve en las espectaculares visitantes del Patio 7—, siguen acudiendo a la cita en los patios
comunes año tras año, mientras que en el Patio 7, el de los extraditables, muchas de las jóvenes no
vuelven, se cansan rápido de exponer su belleza tras las rejas. También están las que, más osadas,
arman maleta y se van detrás de sus parejas a repetir la historia, pero en una cárcel de los EE.UU., en
donde no les está permitida la visita conyugal. En Colombia, un capo es un capo, así esté en prisión, y
casi todo le está permitido.
Un extraditable pasa de 14 a 16 meses en el penal esperando su salida a los EE.UU., en pocos casos,
a España u otros destinos. La captura asusta pero para algunos, la llegada a la temida Cómbita es
sentencia de una extradición. El sujeto empieza a asimilar la realidad lentamente mientras se acomoda
a su nueva situación y termina por considerar a Cómbita como a un tesoro, comparado con las prisiones
de los EE.UU. Pasado el trago amargo de los boletines de prensa y la euforia de las autoridades por su
captura, inicia su “vida” tras las rejas en donde lo máximo es la visita familiar y la visita íntima, el
paraíso.
Muchos dicen que en Cómbita el tiempo es irreal… Está establecido que la visita íntima sea de una
hora cada mes,
2 a veces una hora y media, dependiendo de la cantidad de presos que van a las 26
celdas acondicionadas para estos menesteres. Pero los presos siempre protestan porque dicen que les
robaron tiempo; que fue muy corto. Lo cierto es que el reloj no miente…
La celda conyugal es pequeña, tiene una litera semidoble y cada preso debe llevar su propio tendido
para la cama e implementos de aseo personal; hay un pequeño baño con ducha, muchos no alcanzan ni
a bañarse, porque la hora con su pareja se va rápidamente.
Claro, ese día es esperado con ansia por todos los presos en todos los patios. Los galanes se hacen
peluquear, buena afeitada, la mejor ropa y todo limpio para la gran cita, aunque igual se preparan para
la visita familiar.
Las parejas visitantes llegan rápidamente al corredor y esperan su turno, la mayoría se ve ansiosa del
encuentro amoroso y no tienen reparos en hacer sus “adelantos cariñosos con tintes sexuales”, ante la
mirada impávida de los guardias que ya están más que acostumbrados.
Los presos carentes de recursos económicos o de parejas estables, hacen el esfuerzo e ingresan su
visita íntima cada 2 o 3 meses, pero no les alcanzan los recursos para comprar las pastillas milagrosas
que se venden en el mercado negro de las cárceles para mejorar su potencia sexual.
Las mujeres generalmente salen de sus celdas conyugales con “carita feliz”. Nadie imagina afuera el
precio que ellos deben pagar para satisfacer sexualmente a sus parejas y las prácticas que se han
impuesto para buscar tal satisfacción, como la de hacerse picar por abejas. Los días peligrosos para estas
pequeñas e inofensivas amigas voladoras, son los previos a la visita íntima. Ese día, el prisionero amante
de esta técnica, captura y guarda en recipientes de plástico a las inocentes abejitas que, sin saberlo,
serán invitadas a la visita conyugal de un hombre ansioso de satisfacer eróticamente a su pareja. Las
abejas también ingresan a la celda conyugal. En plena faena sexual las invitan a hacer un trío. Con el
pene erecto, el preso toma la abeja de las alas y se hace picar por el animalito que le clava el aguijón
inoculando su veneno. Para el hombre que realiza esta práctica tres abejas son suficientes y le producen
la hinchazón necesaria dándole la sensación de un gran miembro, frenando la eyaculación precoz,
evitándole un momento vergonzoso. Las abejas mueren siendo usadas para dar placer…
Las visitas conyugales tienen mayor relevancia para los extraditables, quienes las anhelan con
desespero pues saben que cuando lleguen a las cárceles gringas tendrán que aguantarse, porque el
sistema carcelario de ese país no permite relaciones sexuales a los prisioneros; es una locura, presos
condenados a 20 años y tener que imaginarse a una mujer en la intimidad, porque no se les permite ni
que se toquen en las visitas de patio; eso sí que es una verdadera tortura. Muchos decían en voz alta:
¡Gracias a Dios todavía estoy en Colombia y aquí sí podemos hacerlo!
En la Cárcel de Cómbita, se ven presos de todas las edades que no se arriesgan a la conyugal sin
ayuda extra; temen quedarle mal a sus parejas, creen que por eso ellas pueden conseguirse otro hombre
que las satisfaga sexualmente, como les ha sucedido a algunos compañeros, por eso muchos inseguros
sexuales se aseguran con las pastillas milagrosas. El gran momento, por la ansiedad se puede frustrar
con una eyaculación precoz y el corto tiempo que da la cárcel para su relación sexual puede convertir en
una pesadilla el tan esperado día. El Viagra o el Cialis “dan la seguridad de una erección en corto
tiempo y la segunda oportunidad”, afirman.
Una pastilla de éstas dentro del penal llegaba a costar $50,000 pesos o $25 USD de la época. Las
ingresan de contrabando ya que están prohibidas dentro de los establecimientos carcelarios. Nadie se
atreve a preguntar cómo entran, pero todos saben que circulan de mano en mano, con la mayor
discreción.
Se rumoraba en los pasillos, que en casos especiales, los médicos de la cárcel han llegado a
autorizarla con fórmula médica. Siempre los presos con dinero se pueden dar el lujo de tomarse un
Cialis el día anterior y una hora antes de la conyugal un Viagra de 50 mgs.; la conyugal no falla; las
mismas necesidades las tienen los reclusos de escasos recursos que recurren a métodos más
rudimentarios para obtener su estimulación sexual extra, con el llamado “Viagra de los pobres”.
Pero no solo los pobres resultan audaces para sus faenas conyugales. Algunos extraditables también
hacían lo suyo. Fue sonado el caso de alias “Jhonny C”. En todo el penal se hablaba con sorna de él. Era
un hombre relativamente joven de unos 38 a 40 años de edad, aparentemente vital y saludable; se
vendía como un gran asesino; por todo gritaba y amenazaba de muerte a guardias y presos; tenía un
buen pasado. Fue el hombre de confianza del temible capo Hernando Gómez Bustamante, alias
“Rasguño”, quien terminó siendo extraditado.
“Jhonny C” se volvió también narcotraficante y quedó en la mira de la DEA. Los norteamericanos
ofrecían 5 millones de dólares por él, hasta que fue capturado por la Policía, en un operativo
helitransportado, en Caucasia, Antioquia. Un día llegó a Cómbita como el gran asesino; su
vulnerabilidad se notó con los días; el momento: una visita conyugal. Cuando concluyó volvió a su patio
y esa noche en su celda se puso muy mal de salud. Sobre las 11:00 p.m., la guardia lo llevó de urgencia,
bajo fuertes medidas de seguridad, al hospital de Tunja, la ciudad más próxima al penal.
—Es priapismo severo, con pronóstico de amputación del pene… —dijo el médico que lo atendió.
El poderoso hombre le tenía una desconfianza total a su miembro, según se conoció por los guardias
que lo acompañaron en el hospital y estuvieron todo el tiempo con él; éste le confesó la verdad al
galeno que no se explicaba cómo un hombre joven como “Jhonny C” estaba en tan lamentable
situación. Según explicó, la ansiedad y el estrés de su captura y eventual extradición a los EE.UU., en
donde pasaría años antes de volver a tocar una mujer, le provocaron un desajuste emocional que lo
llevó a dudar de cumplir con su sexualidad en la visita conyugal. Admitió que se tomó una pastilla de
Cialis el día anterior de la visita íntima, un Viagra de 100 mg., una hora antes de la relación y ya en la
conyugal se untó en su miembro un costoso remedio para la disfunción eréctil llamado “Papaya”. Lo
bueno fue que en su visita conyugal le fue muy bien, su compañera salió muy feliz y él regresó a su
celda muy preocupado porque seguía con ganas de tener más sexo; por mucho que lo intentaba su pene
no se tranquilizaba y se hinchó causándole tal dolor que a media noche tuvo que pedir ayuda a la
guardia para que lo llevaran a la enfermería del penal y de ahí rumbo al hospital, por lo grave del caso;
no sólo por el riesgo de su integridad física sino también por motivos de seguridad, por tratarse de un
extraditable, la cárcel terminó montando un operativo para cuidarlo mientras lo intervenían en la sala
de emergencia.
Allí lo sangraron para eliminar los coágulos; por fin los médicos lograron que cediera la erección con
una bolsa con hielo directamente aplicada en la zona afectada. Pero la mala noticia llegó: “no se sabe si
esto funciona…”, aseguró el médico explicándole en términos clínicos la situación.
—Las próximas 72 horas son cruciales, para ver la evolución… si no, tendremos que amputar… ¡no
hay opción!
Los guardias que lo odiaban, contaban días después la historia, con una sonrisa, mientras el
abochornado hombre se recuperaba con su pene vendado en una celda de Cómbita.
—¡Nunca habíamos visto a “Johnny C” tan humilde y sumiso! —Decían sus carceleros.
Meses después, totalmente recuperado, “Johnny C” fue extraditado dejando atrás la mofa de sus
compañeros que, por seguridad, se volvieron más cuidadosos en la dosis de Viagra que se tomaban para
la visita conyugal.
8
Cumpleaños de un condenado
9
Las tangas de “Chapatín”
10
El limbo de los locos
11
Por una tarjeta...
12
Carlos Castaño
13
Gases lacrimógenos en Cómbita
14
Orgía de sangre
15
La Cárcel Modelo
16
El Monstruo de los Andes” a La Modelo
17
El “Comandante Bochica”... fraude total
18
Santería cubana en La Modelo
19
Sauna criollo
20
Regreso a la Cárcel Modelo
21
La mafia se toma las cárceles
22
En La Modelo se me olvidó la guerra
23
Manicurista fogosa
24
Vientos de guerra en La Modelo
25
Romance entre Miss Colombia y comandante guerrillero
26
La ley del silencio
27
Sepultando el alma
28
Cuñado de Carlos Castaño se fuga de La Modelo
Y como la vida continuaba para los que aún tenían la suerte de estar vivos, en La Modelo todos se
29
Manso como una paloma, astuto como una serpiente
A mediados del año 2001, el país estaba